• Rowan Atkinson confiesa públicamente su desprecio hacia Mr. Bean, describiéndolo como un personaje «anárquico, egoísta y egocéntrico» con quien jamás querría cenar.
• Esta revelación expone la tensión eterna entre el artista serio y su obra más popular, recordando a las reflexiones técnicas de maestros como Hitchcock sobre sus propias creaciones.
• La honestidad brutal del intérprete británico desnuda los mecanismos internos de la comedia y plantea interrogantes sobre la naturaleza del éxito artístico masivo.
En el universo del espectáculo, pocas confesiones resultan tan perturbadoras como la de un creador que reniega de su obra cumbre. Es el equivalente a Orson Welles despreciando «Ciudadano Kane» o a Chaplin abominando de Charlot.
Sin embargo, esta paradoja cobra vida cuando Rowan Atkinson, el genio cómico británico, confiesa abiertamente su desdén hacia Mr. Bean, el personaje que le ha proporcionado fama mundial.
Esta revelación nos adentra en los recovecos más íntimos de la creación artística. ¿Puede un artista sentir aversión hacia aquello que el público venera? La respuesta de Atkinson ilumina territorios inexplorados de la tensión creativa.
La confesión demoledora
Durante una proyección de su serie «Man Vs Baby» en Londres, Atkinson ofreció una de esas declaraciones que sacuden los cimientos de lo establecido. Con la franqueza que caracteriza a los grandes artistas cuando se despojan de máscaras comerciales, diseccionó sin piedad a su criatura más famosa.
«Detesto a Mr. Bean como persona», declaró sin ambages. «Ciertamente, jamás me gustaría cenar con él».
Estas palabras contrastan brutalmente con las cifras del personaje: 190 países alcanzados, 12.000 millones de visualizaciones, y un reconocimiento que pocos personajes han logrado desde 1990.
La descripción que hace de su alter ego resulta demoledora: «un niño anárquico, egoísta y egocéntrico». No hay condescendencia, sino análisis despiadado de quien conoce íntimamente los resortes de su creación.
El contraste revelador
Esta confesión adquiere mayor profundidad cuando Atkinson la contrasta con otros personajes. Trevor Bingley, protagonista de «Man Vs Baby», recibe el elogio que Bean jamás obtendrá: «es, posiblemente, una de las personas más agradables que he interpretado jamás».
Incluso Blackadder resulta «sarcástico y sardónico», mientras que Johnny English es «vanidoso» y «sin encanto». Bean ocupa, claramente, el escalón más bajo en el afecto de su creador.
Lo fascinante reside en cómo esta revelación desnuda la mecánica interna de la comedia. Bean, ese ser aparentemente inocente, se revela como un sociópata funcional cuya ausencia de empatía constituye el motor de su comicidad.
La tradición del artista crítico
Atkinson, formado en la tradición teatral británica, experimenta una fatiga creativa hacia un personaje que le ha proporcionado reconocimiento masivo. Es el dilema eterno del artista serio atrapado en el éxito popular.
Hay algo profundamente honesto en esta confesión, algo que recuerda a Hitchcock hablando con frialdad técnica de «Vértigo» o a Kubrick diseccionando «2001» como ejercicio de precisión mecánica.
Es la honestidad del artesano que comprende los mecanismos de su arte sin dejarse seducir por la mitología ajena.
La actitud del actor hacia la crítica resulta igualmente reveladora. Confiesa no haber leído una reseña desde el siglo XX, prefiriendo medir el éxito por la respuesta directa del público.
El espejo incómodo
Esta revelación nos confronta con una verdad incómoda sobre el arte popular: a menudo, aquello que más conecta con las masas resulta lo más ajeno al espíritu de su creador.
Bean se ha convertido en un espejo donde millones reconocen algo familiar, mientras su padre artístico ve reflejados los aspectos más perturbadores de la condición humana.
Como en las mejores obras de Bergman, donde los personajes más queridos por el público eran los que más inquietaban al director sueco, Atkinson contempla su creación con la distancia del cirujano que examina su propia obra.
La paradoja del éxito
Al final, esta confesión no disminuye el valor de Mr. Bean como fenómeno cultural, sino que lo enriquece con capas de significado que trascienden la mera comedia.
Nos recuerda que detrás de cada gran personaje hay un creador que lucha con sus propios demonios. A veces, las obras que más perduran son aquellas que sus autores contemplan con mayor ambivalencia.
En la tradición de los grandes maestros del cine y el teatro, Atkinson nos demuestra que la verdadera honestidad artística reside en reconocer las contradicciones inherentes a la creación. Su desprecio hacia Bean no es traición, sino la más pura forma de integridad creativa.

