Por qué «Five Nights at Freddy’s 2» confirma la MUERTE del cine de terror

Crítica feroz a FNAF 2: fan service y PG‑13 diluyen el miedo. Fotografía, montaje y guion fallan; el merch vence al suspense y confirma la decadencia del género.

✍🏻 Por Tomas Velarde

diciembre 6, 2025

• La secuela de «Five Nights at Freddy’s» confirma la decadencia del cine de terror contemporáneo, sacrificando la esencia del género por el éxito comercial.

• Emma Tammi demuestra una vez más que las adaptaciones de videojuegos priorizan el merchandising sobre la narrativa cinematográfica coherente.

• Esta producción representa todo lo que deploro del terror actual: espectáculo superficial donde antes había maestría técnica y profundidad psicológica.

El cine de terror atraviesa una crisis de identidad que se vuelve más evidente con cada estreno comercial. La llegada de «Five Nights at Freddy’s 2» no hace sino confirmar mis peores temores sobre el estado actual del género.

Como alguien que ha dedicado décadas al estudio del séptimo arte, no puedo evitar recordar cómo los maestros del suspense construían la tensión con precisión milimétrica. Hitchcock no necesitaba animatrónicos coloridos para generar inquietud en «Los pájaros»; bastaba con el contraplano perfecto y el montaje quirúrgico.

Hoy, sin embargo, el terror se ha convertido en producto de consumo masivo, despojado de su esencia más profunda.

Un ejercicio de fan service predecible

La segunda entrega de esta saga, basada en el videojuego de Scott Cawthon, regresa con Josh Hutcherson y Piper Rubio retomando sus papeles como Mike y Abby. La premisa transcurre en las ruinas del restaurante Freddy Fazbear’s Pizza, un escenario que podría haber dado lugar a una reflexión interesante sobre la nostalgia pervertida y los traumas infantiles.

En cambio, se diluye en un ejercicio de fan service tan predecible como decepcionante.

Emma Tammi, que ya dirigió la primera entrega, vuelve a demostrar una comprensión limitada de los mecanismos del suspense cinematográfico. Donde Kubrick construía la tensión mediante la arquitectura espacial en «El resplandor» —recordemos esos pasillos infinitos del hotel Overlook—, Tammi se conforma con presentar animatrónicos más cómicos que amenazantes.

La trampa del limbo creativo

La trama nos transporta a 1982, desentrañando los orígenes siniestros de estos personajes mecánicos a través de la historia de un asesino en serie y una niña llamada Charlotte. Esta estructura temporal, que en manos de un realizador competente como Nicolas Roeg en «No mires ahora» podría haber generado una narrativa compleja, se convierte aquí en mero pretexto.

El problema fundamental radica en su incapacidad para decidir qué tipo de película quiere ser.

La clasificación PG-13 la condena desde el inicio a un limbo creativo donde ni los adultos encuentran la sofisticación que buscan ni los jóvenes experimentan el miedo auténtico. Es la maldición del cine comercial contemporáneo: intentar agradar a todos sin satisfacer a nadie.

Resulta revelador comparar esta producción con «Willy’s Wonderland», que pese a sus limitaciones presupuestarias, al menos tenía la honestidad de abrazar su naturaleza de serie B.

Carencias técnicas evidentes

La dirección de fotografía carece de personalidad visual. Donde maestros como Dario Argento convertían cada encuadre en una composición pictórica cargada de significado —pensemos en los rojos saturados de «Suspiria»—, o donde John Carpenter utilizaba la oscuridad como personaje en «La cosa», Tammi se limita a iluminar competentemente unos decorados que nunca cobran vida propia.

Josh Hutcherson, actor que demostró su valía en otras producciones, se ve limitado por un guión que no le ofrece material suficiente. Su Mike carece de la profundidad psicológica que requiere un protagonista de terror, convirtiéndose en mero vehículo para avanzar una trama mecánica.

La banda sonora, elemento crucial en cualquier película de suspense, pasa desapercibida cuando debería ser protagonista.

Recordemos cómo Bernard Herrmann elevó «Psicosis» a la categoría de obra maestra con esas cuerdas desgarradoras en la escena de la ducha, o cómo la música de «El exorcista» se convirtió en parte indisociable de la experiencia. Aquí, los acordes genéricos acompañan sin aportar, subrayando la mediocridad del conjunto.

El diseño como mero decorado

El diseño de producción, pese a contar con presupuesto considerable, resulta artificioso y carente de atmósfera. Los animatrónicos, que deberían ser el elemento central, parecen juguetes sobredimensionados más que criaturas amenazantes.

La ausencia de esa inquietante sensación de «valle inquietante» que caracteriza a los mejores ejemplos del género resulta especialmente frustrante.

La estructura narrativa adolece de los mismos problemas que plagan al cine comercial contemporáneo: la necesidad de establecer un universo cinematográfico prevalece sobre la coherencia interna. Cada escena parece diseñada para generar secuelas futuras más que para servir al relato presente.

Elizabeth Lail aporta una de las pocas notas de profesionalidad en un reparto que parece perdido entre las exigencias del material original y las limitaciones del guión cinematográfico.

El montaje sin alma

La edición carece del ritmo necesario para mantener la tensión. Donde Hitchcock sabía exactamente cuándo cortar y cuándo mantener un plano —recordemos la magistral secuencia de la escalera en «Vértigo»—, aquí los cortes parecen dictados por convenciones genéricas más que por comprensión real de los mecanismos internos del suspense.

Esta falta de criterio editorial se hace especialmente evidente en las secuencias que deberían generar mayor impacto emocional.

La mediocridad disfrazada

«Five Nights at Freddy’s 2» representa todo lo que está mal en el cine de terror contemporáneo. La obsesión por crear productos comercialmente viables ha llevado a los estudios a olvidar que el miedo auténtico nace de la sugerencia, del subtexto y de la maestría técnica.

No de la acumulación de elementos superficialmente terroríficos.

Esta secuela confirma mis peores temores sobre el estado actual del género. Mientras seguimos esperando que surjan nuevos maestros del suspense capaces de honrar la tradición de Polanski, Carpenter o Craven, nos vemos obligados a conformarnos con productos manufacturados.

Productos que confunden el ruido con la música y la agitación con la emoción.

El cine de terror merece algo mejor que esta mediocridad disfrazada de entretenimiento familiar. Merece realizadores que comprendan que el verdadero horror cinematográfico reside en lo que no se muestra, en lo que se sugiere, en esa tensión psicológica que los grandes maestros sabían construir con paciencia y precisión.

Hasta que eso no ocurra, seguiremos asistiendo al lento declive de uno de los géneros más ricos y complejos del séptimo arte.


Cinéfilo empedernido, coleccionista de vinilos de bandas sonoras y defensor de la sala de cine como templo cultural. Llevo más de una década escribiendo sobre cine clásico, directores de culto y el arte de la narrativa visual. Creo que no hay nada como un plano secuencia bien ejecutado y que el cine perdió algo cuando dejó de oler a celuloide.

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