• «One Battle After Another» de Paul Thomas Anderson ha conseguido un pleno histórico en los tres premios de críticos más influyentes, consolidándose como el gran favorito para el Oscar 2026.
• Esta unanimidad temprana me resulta tan fascinante como inquietante, pues en mis décadas siguiendo la industria, he aprendido que la aparente inevitabilidad puede ser tanto una bendición como una maldición.
• El dominio de Anderson refleja no solo la excelencia artística, sino una comprensión magistral de los mecanismos de poder que rigen Hollywood.
En mis treinta años observando los rituales de la temporada de premios, pocas veces he presenciado una demostración de poder tan contundente. Recuerdo vívidamente cuando «There Will Be Blood» arrasó en 2007, pero incluso entonces hubo fisuras, debates, voces discordantes que enriquecían la conversación.
Esta vez es diferente. La maquinaria de los Oscar, esa compleja estructura que combina política, arte y negocio a partes iguales, parece haber encontrado ya su elegido para 2026.
Sin embargo, esta aparente unanimidad me genera una curiosa inquietud. En una industria donde las sorpresas han sido históricamente la norma, donde «Crash» arrebató la victoria a «Brokeback Mountain» en el último momento, ¿puede realmente considerarse terminada una carrera que apenas ha comenzado?
La historia del cine nos ha enseñado que la arrogancia suele ser castigada con la misma severidad que premia la excelencia artística.
La triple corona de Anderson
«One Battle After Another» ha conseguido algo que ninguna película había logrado en la historia reciente: el pleno en los tres galardones de críticos más influyentes del panorama estadounidense.
Los Gotham Awards, el New York Film Critics Circle y el National Board of Review han hablado con una voz unánime que resuena con la fuerza de una sinfonía perfectamente orquestada.
Esta triple corona no es un logro menor. Desde 1935, treinta y dos ganadores del New York Film Critics Circle han conseguido posteriormente el Oscar a la Mejor Película. Los números del National Board of Review son igualmente reveladores: veintidós de sus noventa y tres premiados han coincidido con la elección de la Academia.
En cuanto a los Gotham Awards, seis de los veintiún galardonados han culminado su triunfo en la ceremonia de los Oscar.
La película de Anderson no solo ha ganado estos premios; los ha dominado con una autoridad que me recuerda a la precisión milimétrica con la que Kubrick componía sus encuadres en «2001: Una odisea del espacio».
Cada victoria ha sido rotunda, sin fisuras, sin la menor duda por parte de los jurados. Es el tipo de consenso que solo se produce cuando una obra trasciende las preferencias personales para convertirse en algo universalmente reconocible como excepcional.
El maestro de la puesta en escena
Para comprender la magnitud de este fenómeno, debemos situarlo en su contexto histórico. La temporada de premios funciona como un ecosistema delicadamente equilibrado donde cada galardón influye en el siguiente.
Los premios de críticos, en particular, actúan como los primeros validadores de la excelencia artística, estableciendo las coordenadas del debate cultural que se prolongará durante los meses siguientes.
Paul Thomas Anderson, ese maestro de la narrativa cinematográfica que nos ha regalado obras maestras como «There Will Be Blood» y «Phantom Thread», conoce perfectamente los mecanismos de esta maquinaria.
Su carrera ha sido un ejercicio constante de refinamiento artístico, una búsqueda incansable de la perfección formal que ahora parece haber encontrado su recompensa definitiva.
Lo que más me fascina de Anderson es su capacidad para crear tensión a través del encuadre, algo que solo los grandes maestros dominan. En «There Will Be Blood», esa secuencia final en la bolera no necesitaba música ni efectos especiales; bastaba con la geometría del espacio y la precisión del montaje.
Si los rumores son ciertos, «One Battle After Another» lleva esta maestría técnica a cotas aún más elevadas, combinando la intensidad psicológica de Bergman con la precisión visual de Hitchcock.
La competencia y sus limitaciones
Naturalmente, la carrera hacia los Oscar nunca está completamente desprovista de competencia. Chloé Zhao presenta «Hamnet», una propuesta que en circunstancias normales habría generado un debate apasionado entre los votantes.
Ryan Coogler, por su parte, llega con «Sinners», una película que promete la misma intensidad emocional que caracterizó su trabajo en «Black Panther».
Sin embargo, la realidad es que estas obras, por meritorias que puedan ser, se enfrentan a un tsunami de momentum que parece imposible de detener.
En mis años siguiendo esta industria, he aprendido que el timing lo es todo en Hollywood. Una película puede ser extraordinaria, pero si llega en el momento equivocado, si no logra capturar la atención de los prescriptores de opinión en el momento preciso, sus posibilidades se desvanecen como el humo.
Recuerdo el caso de «The Master» en 2012. Anderson había creado una obra maestra absoluta, pero llegó en un año donde la Academia prefirió la seguridad de «Argo» frente a la complejidad narrativa que caracteriza al director californiano.
La ventaja de Anderson no reside únicamente en la calidad de su obra, sino en la forma en que ha conseguido monopolizar la conversación cultural en el momento más crucial de la temporada.
El peso de la inevitabilidad
Los datos históricos son implacables en su claridad. Cuando una película consigue el tipo de dominio temprano que estamos presenciando, las probabilidades de que mantenga esa posición hasta la ceremonia de los Oscar se multiplican exponencialmente.
La psicología de los votantes de la Academia, esos profesionales de la industria que deben elegir entre decenas de opciones, tiende a favorecer aquellas propuestas que ya han sido validadas por sus pares.
Esta dinámica crea lo que los sociólogos denominan «efecto bandwagon»: la tendencia humana a sumarse a las decisiones que parecen estar respaldadas por el consenso.
En el contexto de los Oscar, este fenómeno se amplifica por la naturaleza misma del proceso de votación, donde la percepción de inevitabilidad puede convertirse, efectivamente, en inevitabilidad real.
Anderson, consciente de estos mecanismos, ha construido una campaña que aprovecha cada victoria para reforzar la narrativa de su superioridad artística.
No es casualidad que «One Battle After Another» haya sido la primera película en conseguir esta triple corona; es el resultado de una estrategia cuidadosamente planificada que combina excelencia artística con una comprensión sofisticada de los resortes del poder en Hollywood.
Reflexiones de un cinéfilo veterano
Mientras escribo estas líneas, no puedo evitar sentir una mezcla de admiración y melancolía.
Admiración por la maestría técnica y narrativa que Anderson ha demostrado una vez más, por su capacidad para crear obras que trascienden el entretenimiento para convertirse en arte genuino.
Melancolía porque esta aparente inevitabilidad resta emoción a una competición que, en su mejor versión, debería celebrar la diversidad y la sorpresa del talento cinematográfico.
Sin embargo, quizás sea precisamente esta inevitabilidad lo que necesita el cine en estos tiempos inciertos. En una época donde la industria se debate entre la nostalgia y la innovación, entre la tradición artística y las demandas comerciales, el triunfo anunciado de «One Battle After Another» puede representar una reafirmación de los valores que han hecho grande al séptimo arte.
Al final, como diría Billy Wilder, lo que importa no es sorprender por sorprender, sino la verdad emocional que una película es capaz de transmitir.
Y en eso, al parecer, nadie puede competir con Anderson este año. Su dominio no es solo técnico o narrativo; es la demostración de que el cine, cuando se practica con la seriedad y el respeto que merece, sigue siendo el arte más poderoso de nuestro tiempo.

