Por qué Chernóbyl es tan perfecta que NUNCA querrás volver a verla

Descubre cómo Chernóbil de HBO revela la letalidad de la desinformación. Esta miniserie es un crudo reflejo de nuestras realidades más inquietantes.

✍🏻 Por Alex Reyna

julio 27, 2025
Trabajadores mineros rodean a hombre con traje sucio

• La miniserie Chernóbil de HBO logra un equilibrio extraordinario entre precisión histórica y resonancia emocional, convirtiéndose en una autopsia social del desastre.

• Su representación de cómo la desinformación puede ser más letal que la propia radiación resulta profundamente perturbadora y tristemente contemporánea.

• A pesar de ser una obra maestra televisiva, su intensidad emocional la convierte en una experiencia que difícilmente querrás repetir.

Hay obras que nos marcan de tal manera que, paradójicamente, su grandeza se convierte en una barrera para volver a ellas. Como esas distopías de Philip K. Dick que sabemos que son brillantes pero que guardamos en un rincón de nuestra memoria, demasiado poderosas para ser consumidas a la ligera.

En 2019, HBO nos regaló una de estas piezas: una miniserie que no solo documenta una tragedia, sino que disecciona las estructuras de poder con la precisión de un análisis sociológico de Asimov. Es el tipo de obra que te hace pausar la reproducción no para tomar notas sobre su brillantez técnica, sino para procesar la magnitud de lo que estás presenciando.

Una sinfonía de errores sistémicos

Chernóbil, dirigida por Johan Renck y escrita por Craig Mazin, no es simplemente una recreación del desastre nuclear de 1986. Es un estudio meticuloso sobre cómo las sociedades construyen sus propias catástrofes, ladrillo a ladrillo, mentira a mentira. Como en las mejores distopías, el verdadero horror no viene de fuerzas externas, sino de nuestros propios sistemas.

La serie, protagonizada por Jared Harris, Stellan Skarsgård y Emily Watson, funciona como una autopsia social. Cada episodio pela una capa más de la cebolla burocrática que permitió que un reactor nuclear se convirtiera en una bomba de relojería.

Lo que más me fascina es cómo logra caminar por la cuerda floja entre el horror y la sensacionalización. En una época donde el espectáculo suele triunfar sobre la sustancia, Chernóbil elige la contención. Cada imagen devastadora está justificada, cada momento de sufrimiento sirve a un propósito narrativo mayor.

La radiación de la mentira

Si hay algo que esta miniserie entiende con claridad cristalina es que la desinformación viaja incluso más rápido que la radiación. Esta premisa, que podría haber salido de cualquier distopía orwelliana, describe con precisión escalofriante nuestra realidad contemporánea.

Viendo Chernóbil en 2024, es imposible no trazar paralelos con nuestro presente. La serie nos muestra cómo los sistemas autoritarios no solo ocultan la verdad, sino que crean realidades alternativas donde los hechos se vuelven maleables. Es un mecanismo que reconocemos de Blade Runner: la construcción de memorias falsas, pero a escala social.

La brillantez de Mazin radica en mostrar cómo cada pequeña mentira, cada omisión burocrática, cada decisión tomada por conveniencia política, se acumula hasta crear una avalancha imparable. No hay villanos caricaturescos aquí, solo seres humanos atrapados en estructuras que los superan.

El peso de la realidad

Pero aquí llegamos al corazón del dilema: ¿cómo se vuelve a ver una obra maestra que duele tanto? Chernóbil no es entretenimiento en el sentido tradicional. Es testimonio, es denuncia, es espejo.

La serie cubre todo el arco de la tragedia, desde el momento inicial en que algo sale terriblemente mal hasta las consecuencias a largo plazo. Cada episodio es un ejercicio de resistencia emocional. Vemos heroísmo silencioso en medio del caos, pero también la terrible banalidad del mal burocrático.

Es el tipo de obra que necesitas procesar durante días. Como Her o Arrival, te deja con preguntas que van más allá de la pantalla. ¿Qué dice sobre nosotros como sociedad? ¿Cómo permitimos que estos sistemas se perpetúen?

Entre la grandeza y el trauma

La paradoja de Chernóbil es que su éxito artístico está intrínsecamente ligado a su capacidad de perturbar. No es una serie que puedas poner de fondo mientras haces otras cosas. Exige tu atención completa, tu compromiso emocional, tu disposición a confrontar verdades incómodas.

Johan Renck construye cada plano con la precisión de un relojero y la sensibilidad de un poeta. La cinematografía no busca la belleza, sino la verdad. Y la verdad, en este caso, es devastadoramente fea.

La actuación del trío protagonista eleva el material a alturas shakespearianas. Harris, Skarsgård y Watson no interpretan personajes; canalizan la esencia de una tragedia colectiva. Sus rostros se convierten en mapas del sufrimiento humano, pero también de la resistencia.

Chernóbil nos recuerda que el mejor arte no siempre es el más cómodo de consumir. A veces, las obras más importantes son aquellas que nos cambian de tal manera que no podemos volver a ellas sin cargar con el peso de lo que hemos aprendido.

En un mundo donde el contenido se consume y se olvida a velocidad vertiginosa, Chernóbil se erige como un monumento a la memoria. Una obra que nos obliga a detenernos, a reflexionar, a confrontar las sombras de nuestro propio tiempo. Y quizás, precisamente por eso, sea una experiencia demasiado poderosa para ser repetida a la ligera.


Sobre Alex Reyna

Mi primer recuerdo de infancia es ver El Imperio Contraataca en VHS. Desde entonces, la ciencia ficción ha sido mi lenguaje. He montado Legos, he visto Interstellar más veces de las que debería, y siempre estoy buscando la próxima historia que me vuele la cabeza. Star Wars, Star Trek, Dune, Nolan… si tiene naves o viajes temporales, cuenta conmigo.

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