• Edgar Wright adapta «The Running Man» de Stephen King modificando el final original para evitar las resonancias del 11-S, una decisión que demuestra madurez cinematográfica.
• La promesa de fidelidad al material fuente sugiere una redención tras la lamentable versión de 1987, aunque el verdadero desafío será mantener la mordacidad social de King.
• El respaldo del propio King al nuevo desenlace confirma que Wright ha comprendido la esencia narrativa, algo que escasea en las adaptaciones contemporáneas.
Cuando un cineasta se enfrenta al desafío de adaptar una obra literaria, especialmente una de Stephen King, camina por esa delgada línea entre la fidelidad y la traición que conocen bien los grandes maestros. Edgar Wright, virtuoso del montaje que nos regaló «Shaun of the Dead» y «Baby Driver», se encuentra ahora ante uno de los retos más complejos de su carrera.
Reimaginar «The Running Man» para una audiencia contemporánea sin sacrificar la mordacidad social que caracteriza al maestro de Maine es tarea que recuerda a los dilemas que enfrentaron directores como Billy Wilder al adaptar material literario complejo. La diferencia radica en que Wright debe navegar no solo las exigencias del medio cinematográfico, sino también las sombras del contexto histórico.
La sombra de 1987
La adaptación de Schwarzenegger se cierne sobre este proyecto como recordatorio de lo que puede salir terriblemente mal cuando Hollywood decide conocer mejor que el autor las necesidades de su propia obra. Aquella película era poco más que un espectáculo de acción que despojaba a King de su crítica feroz al voyeurismo televisivo.
En mis años escribiendo sobre cine, he presenciado demasiadas adaptaciones que confunden espectáculo con sustancia. La versión de 1987 transformó la distopía reflexiva de King en un simple vehículo para bravuconadas, ignorando que el verdadero horror residía en su espejo deformante de la sociedad estadounidense.
El dilema del final
Wright se ha enfrentado a un dilema que trasciende lo meramente cinematográfico. El final original presenta al protagonista estrellando un avión contra un rascacielos como acto de venganza final. En el contexto post-11 de septiembre, esta imagen adquiere connotaciones que King jamás pudo prever.
La decisión de Wright de modificar este desenlace no responde a cobardía creativa, sino a comprensión madura de cómo el contexto histórico altera la recepción de una obra. Los grandes maestros del suspense —pienso en Hitchcock y su calibración exacta del efecto de cada imagen— sabían que el cine debe ser consciente de su poder y resonancias.
La bendición del maestro
El momento más revelador llegó cuando Wright envió el guión revisado a King. «Posiblemente el día más angustioso de toda la producción fue escribir a King con el guión adjunto y pulsar enviar», confesó el director. Esta ansiedad habla de respeto genuino hacia el material fuente, algo que lamentablemente escasea.
La respuesta de King fue tranquilizadora: «Tenía mucha curiosidad por ver cómo ibas a abordar el final, y creo que has hecho un trabajo excelente». Estas palabras no son mera cortesía. King ha demostrado ser crítico implacable de las adaptaciones fallidas de su obra. Su aprobación sugiere que Wright ha logrado algo extraordinario.
Un reparto con peso
Glen Powell, Josh Brolin, Colman Domingo y Lee Pace conforman un reparto que promete elevar el material por encima del mero espectáculo. Powell ha demostrado versatilidad que va más allá del carisma superficial, mientras que Brolin aporta esa gravitas necesaria para anclar la distopía en realidad creíble.
La elección de estos actores sugiere que Wright comprende que «The Running Man» no es simplemente historia de persecución, sino reflexión sobre la naturaleza del entretenimiento y la manipulación mediática. Cada intérprete posee la capacidad de transmitir las capas de significado que la novela exige.
Fidelidad versus espectáculo
A diferencia de la versión anterior, Wright parece decidido a preservar la mordacidad política del material original. Hoy, cuando la realidad televisiva ha convertido la vida privada en espectáculo público, la visión de King resulta proféticamente relevante.
Wright tiene la oportunidad de crear no solo una adaptación fiel, sino una obra que dialogue con nuestro presente de manera significativa. En una época donde las adaptaciones suelen ser ejercicios de nostalgia vacía, la promesa de una «The Running Man» que honre tanto a King como al medio cinematográfico resulta genuinamente esperanzadora.
Si Wright logra su cometido, habremos ganado una demostración de que es posible abordar material complejo sin sacrificar la integridad artística. El cine, al fin y al cabo, debe evolucionar sin traicionar su esencia, algo que los grandes maestros siempre supieron hacer con elegancia y precisión.