• La segunda parte de Wicked demuestra que dividir un musical teatral en dos películas no siempre resulta en el doble de magia cinematográfica.
• Jon M. Chu sucumbe a la tentación de los grandes presupuestos, privilegiando efectos digitales espectaculares sobre la intimidad emocional que caracterizaba al material original.
• Las interpretaciones de Cynthia Erivo y Ariana Grande siguen siendo el corazón de esta adaptación, especialmente en su conmovedora interpretación de «For Good».
Existe un momento en la historia del cine en el que Hollywood descubrió que podía estirar una historia como si fuese masa de pan, creyendo que más duración equivale a mayor profundidad. Esta tendencia, que hemos visto repetirse desde El Hobbit hasta Harry Potter, encuentra en Wicked: For Good otro ejemplo de cómo la ambición comercial puede eclipsar la coherencia narrativa.
Jon M. Chu, director que ya nos había sorprendido gratamente con la primera entrega, se enfrenta ahora al desafío de dar vida cinematográfica a la segunda mitad de un musical que, en su concepción original, funcionaba como un todo orgánico. La pregunta que surge inevitablemente es si esta división responde a una necesidad artística o meramente comercial.
Cuando uno observa los 137 minutos de metraje de esta secuela, la respuesta se vuelve dolorosamente evidente. El cine, como arte temporal, exige una justificación para cada minuto que reclama de nuestra atención, y Wicked: For Good lucha constantemente por encontrar esa justificación.
El peso de las expectativas
La primera parte de Wicked logró algo que parecía imposible: traducir la magia teatral al lenguaje cinematográfico sin perder su esencia. Sin embargo, esta segunda entrega se enfrenta a un material considerablemente más débil.
Mientras que la primera película contaba con números musicales icónicos como «Defying Gravity» y «Popular», For Good debe construir su narrativa sobre los cimientos menos sólidos de la segunda mitad del musical.
El problema fundamental radica en la estructura misma de la obra original. Stephen Schwartz y Winnie Holzman concibieron Wicked como una experiencia teatral unificada, donde la separación entre actos responde a las necesidades del formato escénico, no a una división narrativa natural.
Al forzar esta segunda mitad a sostenerse como película independiente, Chu se ve obligado a añadir elementos que, lejos de enriquecer la historia, la diluyen.
Cuando los efectos digitales eclipsan la emoción
Una de las virtudes de la primera película fue su equilibrio entre espectáculo visual e intimidad emocional. For Good, por el contrario, parece haber sucumbido a la tentación de los grandes presupuestos hollywoodienses.
Las secuencias de acción añadidas, los paisajes digitales sobredimensionados y las referencias forzadas a El Mago de Oz revelan una falta de confianza en el material original. Como solía decir Hitchcock, el cine era «la vida con las partes aburridas eliminadas». En Wicked: For Good ocurre precisamente lo contrario: se han añadido partes que no existían.
Esta aproximación recuerda a los excesos de George Lucas en sus revisiones de Star Wars, donde la tecnología disponible se antepuso a la necesidad narrativa. El resultado es una sensación de relleno que resulta especialmente evidente cuando la cámara se recrea en efectos visuales espectaculares pero vacíos de contenido emocional.
La separación física de Elphaba y Glinda durante gran parte del metraje supone otro error de cálculo. La química entre Cynthia Erivo y Ariana Grande era uno de los pilares de la primera entrega, y privar al público de esa interacción durante largos segmentos debilita considerablemente el impacto emocional.
Las interpretaciones como salvavidas
Sin embargo, sería injusto no reconocer los momentos en los que For Good recupera la magia de su predecesora. Cynthia Erivo continúa ofreciendo una interpretación de Elphaba que trasciende las limitaciones del guión.
Su presencia escénica, heredera de la gran tradición del teatro musical americano, logra momentos de auténtica grandeza que nos recuerdan por qué esta historia merece ser contada. Cada gesto, cada inflexión vocal, revela a una intérprete que comprende profundamente las exigencias del medio cinematográfico.
Ariana Grande, por su parte, demuestra una vez más que su transición del pop al teatro musical no fue casualidad. Su Glinda posee la complejidad necesaria para que el personaje no se reduzca a mero alivio cómico, encontrando matices dramáticos que enriquecen la narrativa.
El momento cumbre llega, inevitablemente, con la interpretación de «For Good». Aquí, Chu recupera la sensibilidad que caracterizó los mejores momentos de la primera película. La cámara se acerca a los rostros, los efectos digitales se desvanecen, y lo que queda es puro teatro musical: dos voces, dos personajes, y una canción que resume años de amistad y crecimiento.
El dilema de las adaptaciones expandidas
Wicked: For Good plantea una cuestión fundamental sobre las adaptaciones cinematográficas: ¿cuándo la fidelidad al material original se convierte en una limitación?
Jeff Goldblum, en su papel del Mago, aporta su característico carisma, pero su personaje se ve atrapado en una narrativa que no termina de encontrar su ritmo cinematográfico. Jonathan Bailey, como Fiyero, representa uno de los elementos más problemáticos de esta adaptación.
Su triángulo amoroso, que en el escenario funciona como elemento secundario, aquí se ve inflado hasta convertirse en una distracción de la verdadera historia: la evolución de la amistad entre las dos protagonistas.
Las canciones nuevas, añadidas específicamente para la película, revelan la dificultad de expandir un material ya completo. Ninguna alcanza la calidad de las composiciones originales de Schwartz, y su inclusión parece responder más a la necesidad de justificar el metraje que a una verdadera inspiración creativa.
El legado de una decisión comercial
La división de Wicked en dos películas será recordada como un ejemplo de cómo las decisiones comerciales pueden comprometer la integridad artística. Mientras que la primera entrega logró justificar su existencia ofreciendo una experiencia cinematográfica genuina, For Good se siente como el resultado inevitable de una estrategia de marketing.
Esto no significa que la película carezca completamente de méritos. Los momentos en los que Chu confía en sus intérpretes y en el material original funcionan admirablemente. El problema surge cuando la película intenta ser algo más de lo que el material permite.
La tendencia a añadir capas de espectáculo que no logran ocultar la delgadez narrativa subyacente recuerda a los peores excesos del cine de gran presupuesto contemporáneo. Como demostró Kurosawa en obras como Los siete samuráis, la duración cinematográfica debe estar al servicio de la historia, nunca al revés.
Al final, Wicked: For Good nos deja con una reflexión melancólica sobre el estado actual del cine de gran presupuesto. En una industria obsesionada con las franquicias y las secuelas, historias que funcionaban perfectamente como obras unitarias se ven forzadas a expandirse más allá de sus límites naturales.
La verdadera tragedia de Wicked: For Good no radica en ser una mala película, sino en ser una película innecesaria. En un mundo cinematográfico ideal, habríamos tenido una sola adaptación de Wicked, más larga quizás, pero fiel a la estructura original de la obra.
En su lugar, tenemos dos películas: una excelente y otra que, pese a sus virtudes, se siente como el eco distorsionado de una decisión que antepuso la rentabilidad a la coherencia artística.

