• Tron: Ares perpetúa la tradición de la saga privilegiando el espectáculo visual y la banda sonora de Nine Inch Nails sobre la coherencia narrativa.
• La película ejemplifica cómo el cine comercial contemporáneo confunde los efectos deslumbrantes con la verdadera construcción cinematográfica.
• Pese a sus carencias argumentales evidentes, ofrece un entretenimiento válido para quienes busquen evasión sin pretensiones artísticas.
En una época donde el séptimo arte parece haber perdido el rumbo entre algoritmos y estudios de mercado, resulta casi reconfortante encontrar una película que, al menos, es honesta sobre sus limitaciones.
Tron: Ares llega a nuestras pantallas como un recordatorio de que Hollywood sigue apostando por el espectáculo puro, esa fórmula que antepone la pirotecnia digital a la sustancia narrativa. No es necesariamente una crítica demoledora; simplemente una constatación de los tiempos que corren.
La franquicia Tron siempre ha ocupado un lugar peculiar en el panorama cinematográfico. Desde aquella pionera cinta de 1982 que nos introdujo por primera vez en un mundo completamente digitalizado, hasta Legacy en 2010, estas películas han funcionado más como experimentos tecnológicos que como obras cinematográficas propiamente dichas.
Joachim Rønning toma ahora el testigo de esta saga con una propuesta que, paradójicamente, resulta tanto predecible como sorprendente en su descarada falta de ambición narrativa.
La trama de Tron: Ares gira en torno a la competición entre dos magnates tecnológicos: Eve Kim y Julian Dillinger, enfrentados en la búsqueda del llamado «Código de Permanencia». Este dispositivo argumental permitiría a los programas digitales existir de forma permanente en el mundo real.
En el centro de esta disputa se encuentra Ares, interpretado por Jared Leto, un programa consciente diseñado como el luchador definitivo que busca su propósito existencial.
Leto, actor que siempre ha navegado entre la brillantez y la sobreactuación, encuentra en este papel un territorio familiar. Su Ares funciona como una suerte de Pinocho cibernético, aunque desprovisto de la profundidad emocional que caracterizaba al personaje de Collodi.
La interpretación oscila entre momentos de genuina intensidad y otros donde la artificiosidad del personaje se confunde peligrosamente con la artificiosidad del intérprete. En las secuencias donde Ares contempla el mundo real por primera vez, Leto opta por una gestualidad robótica que, si bien resulta coherente con el personaje, carece de la sutileza que un Kubrick habría exigido en 2001: Una odisea del espacio.
El reparto se completa con Greta Lee y Evan Peters, actores competentes que luchan por dar credibilidad a diálogos que parecen escritos por un algoritmo especializado en frases grandilocuentes pero vacías de significado.
Jeff Bridges regresa para aportar esa gravitas veterana que la saga necesita, aunque su presencia recuerda inevitablemente épocas donde el cine de ciencia ficción aspiraba a algo más que al mero entretenimiento visual.
Donde Tron: Ares verdaderamente destaca es en su apartado técnico. Rønning, que ya demostró su habilidad para el espectáculo en Piratas del Caribe: La venganza de Salazar, despliega aquí un arsenal visual que, efectivamente, deslumbra.
Los mundos digitales cobran vida con una precisión técnica admirable, creando secuencias de acción que funcionan como piezas de arte digital en movimiento. La secuencia inicial, donde Ares emerge del Grid digital, está construida con una geometría visual que recuerda a los mejores momentos de Metrópolis de Fritz Lang, aunque sin su carga simbólica.
La banda sonora de Nine Inch Nails merece mención aparte. Trent Reznor y Atticus Ross, que ya demostraron su maestría en la composición cinematográfica con trabajos como La red social o Gone Girl, aportan aquí una dimensión sonora que eleva considerablemente el conjunto.
Sus composiciones electrónicas dotan a la película de una identidad auditiva que trasciende las limitaciones del guión, creando atmósferas que Hitchcock habría envidiado para sus thrillers psicológicos.
Sin embargo, es precisamente en el guión donde Tron: Ares revela sus mayores debilidades. La construcción narrativa adolece de esa coherencia interna que caracteriza al buen cine de ciencia ficción.
Recordemos obras como 2001: Una odisea del espacio de Kubrick o Blade Runner de Ridley Scott, películas que utilizaban la tecnología y los efectos visuales como herramientas al servicio de una reflexión más profunda sobre la condición humana.
En Tron: Ares, los conceptos filosóficos sobre la inteligencia artificial y la naturaleza de la conciencia se plantean de forma superficial, como meros pretextos para justificar las secuencias de acción.
El «Código de Permanencia» funciona como un MacGuffin hitchcockiano, pero sin la elegancia narrativa que el maestro del suspense imprimía a estos elementos. Mientras que en Con la muerte en los talones los microfilmes servían para construir una estructura dramática impecable, aquí el dispositivo argumental se limita a mover personajes de un escenario digital a otro.
La dirección de Rønning demuestra competencia técnica pero carece de esa visión personal que distingue a los grandes realizadores. Comparado con la precisión milimétrica de un Kubrick en la construcción de mundos futuristas, o con la capacidad de Bergman para encontrar lo humano en lo tecnológico, el trabajo de Rønning se queda en la superficie del espectáculo.
Las secuencias de acción, aunque visualmente impresionantes, siguen patrones demasiado familiares. Los combates en el mundo digital recuerdan inevitablemente a videojuegos de alta gama, lo cual no es necesariamente negativo, pero sí revela una cierta falta de imaginación cinematográfica.
El montaje, rápido y efectista, prioriza el impacto inmediato sobre la construcción dramática. En una secuencia de persecución particularmente frenética, Rønning opta por cortes cada dos segundos, una técnica que habría horrorizado a maestros como Kurosawa, quien entendía que la acción cinematográfica requiere tiempo para respirar y desarrollarse.
A pesar de estas limitaciones, sería injusto descartar completamente Tron: Ares. La película cumple con su propósito como entretenimiento escapista, ofreciendo dos horas de desconexión de la realidad cotidiana.
En una época donde el cine comercial a menudo carece incluso de esta virtud básica, no es poco mérito.
La cinta funciona mejor cuando abraza completamente su naturaleza de espectáculo digital, sin pretender profundidades que claramente no puede alcanzar. Hay momentos donde la pura energía visual y sonora logra crear una experiencia inmersiva que justifica el precio de la entrada.
Recuerdo las palabras de Billy Wilder: «Si tienes un problema con el tercer acto, el problema real está en el primer acto». Tron: Ares sufre precisamente de este mal: una premisa que promete más de lo que puede entregar.
Tron: Ares se presenta, en definitiva, como un producto de su tiempo: técnicamente competente, visualmente deslumbrante, pero narrativamente hueco. Es el reflejo de una industria que ha aprendido a crear mundos digitales perfectos pero que ha olvidado cómo poblarlos de personajes verdaderamente humanos.
La película obtiene una calificación de 6 sobre 10, puntuación que refleja su naturaleza de entretenimiento competente pero sin aspiraciones artísticas.
En el contexto actual del cine comercial, donde la mediocridad se ha normalizado hasta extremos preocupantes, Tron: Ares destaca por su honestidad. No pretende ser más de lo que es: un espectáculo digital diseñado para el consumo inmediato.
Y en esa modestia de ambiciones, paradójicamente, encuentra su mayor virtud.
Para el espectador que busque una experiencia cinematográfica profunda, Tron: Ares resultará inevitablemente decepcionante. Pero para quien simplemente desee desconectar durante un par de horas en compañía de efectos visuales deslumbrantes y una banda sonora excepcional, la propuesta de Rønning cumple sobradamente con las expectativas.
Al fin y al cabo, también el entretenimiento puro tiene su lugar en el ecosistema cinematográfico, siempre que no pretenda ocupar el espacio reservado al verdadero arte.