• Las películas de principios de los 2000 que recibieron críticas favorables han envejecido peor de lo esperado, perdiendo su lustre original con el paso del tiempo.
• La nostalgia puede ser engañosa: lo que una vez consideramos arte cinematográfico sólido puede revelarse como producto de su época, carente de la atemporalidad que define a las grandes obras.
• El fenómeno demuestra la importancia de distinguir entre el éxito crítico inmediato y la verdadera calidad artística que perdura décadas después de su estreno.
El tiempo es el crítico más implacable que existe. Mientras que nosotros, los estudiosos del séptimo arte, podemos debatir durante horas sobre la composición de un plano o la profundidad de un guión, es el paso de los años quien dicta la sentencia definitiva sobre el valor real de una película.
Como bien reflexionaba Seth Rogen: «He aceptado que gran parte de lo que hago simplemente no envejecerá bien». Una declaración que, lejos de ser pesimista, revela una comprensión madura sobre la naturaleza efímera de cierto tipo de cine.
Esta reflexión cobra especial relevancia cuando dirigimos la mirada hacia esa época que, con cierta melancolía, ya denominamos «los viejos tiempos»: principios de los años 2000. Qué inquietante resulta constatar que dos décadas pueden convertir lo contemporáneo en nostálgico, lo moderno en arcaico.
Aquellos años, marcados por una transición tecnológica sin precedentes y una búsqueda constante de nuevas fórmulas narrativas, nos legaron un catálogo de películas que, pese a haber cosechado elogios críticos en su momento, hoy se nos antojan como ejercicios fallidos de un cine que aún no había encontrado su voz en el nuevo milenio.
El Espejismo de la Crítica Contemporánea
Rotten Tomatoes, ese termómetro digital que ha llegado a condicionar tanto el consumo cinematográfico contemporáneo, nos ofrece un testimonio fascinante de cómo la percepción crítica puede evolucionar. Muchas de las películas que alcanzaron el codiciado sello «Fresh» o incluso «Certified Fresh» durante aquellos años, hoy nos resultan ejercicios vacuos, carentes de la sustancia que inicialmente creyeron ver en ellas los críticos de la época.
Tomemos como ejemplo «Crash» de Paul Haggis (2004), ganadora del Oscar a la Mejor Película. En su momento fue celebrada como una valiente exploración de las tensiones raciales en Los Ángeles contemporáneos. Hoy, sin embargo, su estructura episódica se nos antoja forzada, sus coincidencias narrativas resultan inverosímiles, y su mensaje sobre el racismo parece simplista y condescendiente.
O consideremos «El Paciente Inglés» de Anthony Minghella (1996), que aunque técnicamente pertenece a mediados de los 90, estableció muchos de los códigos que dominarían el cine de prestigio de principios de los 2000. Sus larguísimos planos contemplativos, que entonces parecían profundos y poéticos, hoy se perciben como autocomplacientes y vacíos de contenido real.
Este fenómeno no es nuevo en la historia del cine. Recordemos cómo «Ciudadano Kane» de Orson Welles fue inicialmente recibida con cierta frialdad por parte de la crítica y el público, para convertirse décadas después en el paradigma del cine como arte.
La diferencia radica en que aquellas obras poseían una arquitectura narrativa y visual sólida, una coherencia interna que el tiempo no ha hecho sino revelar con mayor claridad. Las películas de principios de los 2000 que hoy analizamos carecían, en muchos casos, de esos cimientos sólidos.
La Seducción de lo Inmediato
Los primeros años del nuevo milenio estuvieron marcados por una fascinación desmedida por la novedad tecnológica y la espectacularidad visual. Hollywood, aún embriagado por el éxito de «Matrix» y las posibilidades que ofrecían los efectos digitales, produjo una serie de películas que privilegiaban el impacto inmediato sobre la construcción narrativa sólida.
Pensemos en «La Momia» de Stephen Sommers (1999) o sus secuelas de principios de los 2000. Los críticos de la época elogiaron sus efectos visuales y su ritmo trepidante, pero hoy resulta evidente que la puesta en escena carecía de la elegancia y precisión que caracterizaba a los grandes maestros del cine de aventuras clásico.
Comparemos, por ejemplo, cualquier secuencia de acción de estas películas con la famosa persecución en camión de «En Busca del Arca Perdida» de Spielberg. Mientras que Spielberg construye cada plano con una lógica espacial impecable, permitiendo al espectador seguir la acción sin confusión, las películas de principios de los 2000 optaban por un montaje frenético que ocultaba la falta de una verdadera coreografía visual.
Esta tendencia se vio reflejada en la crítica de la época, que a menudo confundía innovación técnica con calidad artística. Películas que hoy percibimos como ejercicios huecos de pirotecnia digital fueron entonces celebradas como revolucionarias, cuando en realidad no eran sino el reflejo de una industria que había perdido temporalmente el rumbo.
La ausencia de una tradición crítica sólida en el ámbito digital también contribuyó a este fenómeno. Los críticos, acostumbrados a evaluar el cine desde parámetros establecidos durante décadas, se encontraron de pronto ante un lenguaje visual en constante mutación, lo que generó cierta confusión en sus juicios.
El Peso de las Expectativas
Resulta particularmente revelador que algunas de estas películas llegaran incluso a recibir nominaciones al Oscar, ese galardón que, pese a sus limitaciones, sigue siendo el referente más visible del reconocimiento cinematográfico. «Gladiator» de Ridley Scott (2000), por ejemplo, se alzó con la estatuilla dorada en una ceremonia que hoy recordamos con cierta perplejidad.
No es que «Gladiator» sea una película despreciable, pero su triunfo sobre obras más sólidas narrativamente habla de un consenso crítico que priorizaba la espectacularidad sobre la sustancia. Sus escenas de batalla, filmadas con esa estética de videoclip que tanto se estilaba entonces, han envejecido considerablemente peor que las secuencias bélicas de «Espartaco» de Kubrick, rodadas cuarenta años antes con medios infinitamente más limitados.
Como alguien que vivió aquellos años desde la trinchera de los foros cinéfilos, puedo atestiguar la confusión que reinaba entre los amantes del cine. Había una sensación generalizada de que estábamos asistiendo a una revolución cinematográfica, cuando en realidad muchas de esas películas no eran sino fuegos artificiales que se desvanecían tan pronto como se apagaban las luces de la sala.
La comparación con los maestros del cine clásico resulta inevitable y, a menudo, demoledora. Mientras que un Kubrick construía cada plano con la precisión de un arquitecto, o un Bergman exploraba los recovecos del alma humana con una honestidad brutal, muchas de las películas celebradas de principios de los 2000 se contentaban con deslumbrar superficialmente al espectador.
La Lección del Tiempo
Este fenómeno nos enseña una lección fundamental sobre la naturaleza del arte cinematográfico: la verdadera calidad no reside en la capacidad de impresionar momentáneamente, sino en la de seguir revelando nuevas capas de significado con cada visionado.
Las grandes películas, como los grandes vinos, mejoran con el tiempo, mientras que las mediocres se agrian rápidamente. «Vértigo» de Hitchcock, por ejemplo, continúa fascinando a nuevas generaciones de espectadores porque cada visionado revela nuevos matices en su compleja estructura narrativa y en su exploración de la obsesión masculina.
La distancia temporal nos permite también apreciar con mayor claridad los verdaderos logros de aquella época. Películas que quizás pasaron más desapercibidas en su momento, pero que poseían una solidez narrativa y visual genuina, han ido ganando reconocimiento con los años.
Pienso, por ejemplo, en «Mulholland Drive» de David Lynch (2001), que inicialmente desconcertó a críticos y público, pero que hoy es reconocida como una de las obras maestras del cine contemporáneo. Su estructura laberíntica y su atmósfera onírica han demostrado poseer esa cualidad indefinible que convierte una película en atemporal.
El Peligro de la Nostalgia Selectiva
Es importante señalar que este ejercicio de revisión crítica no debe llevarnos a un rechazo sistemático de todo lo producido en aquellos años. Sería tan erróneo idealizar ciegamente el pasado como demonizarlo por completo.
La clave está en desarrollar la capacidad de distinguir entre lo que fue genuinamente valioso y lo que no era sino oropel. No todas las películas de principios de los 2000 han envejecido mal; algunas, como «Memento» de Christopher Nolan o «El Señor de los Anillos» de Peter Jackson, han demostrado poseer la solidez estructural necesaria para perdurar.
La nostalgia, esa trampa emocional en la que caemos con tanta facilidad, puede nublar nuestro juicio crítico. Es fundamental mantener la objetividad y aplicar los mismos criterios rigurosos que utilizaríamos para evaluar cualquier obra cinematográfica, independientemente de cuándo fue producida.
El análisis de estas películas que no han envejecido bien nos recuerda la importancia de mantener vivos los valores cinematográficos fundamentales: la coherencia narrativa, la profundidad de los personajes, la maestría técnica al servicio de la historia, y esa indefinible cualidad que convierte una película en una experiencia memorable.
Estos principios, que guiaron a los grandes maestros del pasado, siguen siendo igual de válidos hoy que hace cincuenta años. Cuando Akira Kurosawa componía sus magistrales planos en «Los Siete Samurais», no dependía de efectos digitales para crear épica; la encontraba en la precisión de su puesta en escena y en la profundidad humana de sus personajes.
En última instancia, este ejercicio de revisión crítica no pretende ser destructivo, sino constructivo. Al identificar los errores del pasado, podemos aspirar a no repetirlos en el futuro.
El cine, como cualquier forma de arte, evoluciona a través de la autocrítica y la reflexión constante sobre sus propios logros y fracasos. Solo así podremos seguir creando obras que no solo impresionen en su momento, sino que perduren en el tiempo como testimonio de la capacidad humana para crear belleza y significado a través de las imágenes en movimiento.

