• «La ciudad al borde de la eternidad» de Star Trek sigue siendo considerado el mejor episodio de la saga tras seis décadas, estableciendo el patrón oro para las historias de viajes en el tiempo.
• La maestría narrativa del episodio radica en su capacidad para transformar un concepto de ciencia ficción en un drama profundamente humano sobre el sacrificio y el amor imposible.
• Este capítulo demuestra que la verdadera grandeza televisiva no reside en los efectos especiales, sino en la coherencia dramática y la profundidad emocional de sus personajes.
Existe un momento en la historia de la televisión donde la ciencia ficción trasciende sus propios límites para convertirse en arte puro. Un instante donde los decorados de cartón piedra y los efectos especiales rudimentarios se desvanecen ante la fuerza arrolladora de una narrativa impecable.
Ese momento tiene nombre y apellidos: «La ciudad al borde de la eternidad», el vigésimo octavo episodio de la primera temporada de Star Trek. Una obra que a los sesenta años de su emisión sigue siendo un faro de excelencia dramática en el panorama audiovisual.
Como cinéfilo que ha dedicado décadas al estudio del lenguaje audiovisual, puedo afirmar sin ambages que este episodio representa todo aquello que el cine y la televisión pueden aspirar a ser cuando se ponen al servicio de la condición humana. No es casualidad que siga siendo venerado por críticos y espectadores por igual.
Es la demostración palpable de que la verdadera ciencia ficción no habla del futuro, sino del presente eterno del alma humana.
La premisa argumental del episodio podría haber resultado en una aventura más del capitán Kirk y su tripulación. El doctor McCoy, tras una sobredosis accidental, atraviesa un portal temporal que altera la historia hasta el punto de que la Federación deja de existir.
Kirk y Spock deben seguirle hasta la Nueva York de la Gran Depresión para restaurar la línea temporal. Sin embargo, lo que en manos menos hábiles habría sido un mero ejercicio de ciencia ficción, se convierte aquí en una reflexión profunda sobre el destino, el sacrificio y la naturaleza trágica del heroísmo.
La genialidad del guión, basado en una historia original de Harlan Ellison, reside en su estructura dramática impecable. Cada elemento narrativo está perfectamente engranado al servicio de un clímax devastador.
Kirk se enamora de Edith Keeler, interpretada con una luminosidad conmovedora por Joan Collins, una trabajadora de un comedor social que encarna todos los ideales de bondad y esperanza. La ironía trágica se despliega cuando Spock descubre que, para preservar el futuro, Edith debe morir en un accidente de tráfico.
El momento culminante del episodio constituye una de las secuencias más poderosas jamás filmadas para televisión. Kirk debe impedir físicamente que McCoy salve a la mujer que ama, condenándola a muerte para preservar el curso de la historia.
William Shatner, actor frecuentemente ridiculizado por sus excesos interpretativos, ofrece aquí una actuación de una contención y profundidad extraordinarias. Su rostro, en el instante en que Edith muere, condensa todo el peso del sacrificio heroico sin necesidad de palabras grandilocuentes.
Me recuerda, en cierto modo, a esos momentos de puro cine que Hitchcock sabía crear con una simple mirada. Esa capacidad de transmitir universos emocionales enteros a través del lenguaje visual más depurado.
La puesta en escena, pese a las limitaciones presupuestarias evidentes, logra crear una atmósfera de autenticidad notable. Los decorados de la Nueva York de los años treinta, aunque modestos, están construidos con el cuidado suficiente para no distraer de la acción dramática.
La dirección de Joseph Pevney demuestra una comprensión instintiva del ritmo narrativo, alternando momentos de ternura íntima con la tensión creciente del dilema moral. Es esa sabiduría clásica que los maestros del Hollywood dorado dominaban a la perfección.
Lo que eleva este episodio por encima de cualquier otra historia de viajes temporales de la franquicia Star Trek es su comprensión de que la ciencia ficción debe ser, ante todo, ficción sobre seres humanos.
Los conceptos fantásticos —portales temporales, alteraciones de la realidad— no son más que el vehículo para explorar verdades universales sobre el amor, el deber y el precio del heroísmo. En este sentido, «La ciudad al borde de la eternidad» se hermana con las mejores obras del cine clásico, donde la espectacularidad siempre estaba subordinada al desarrollo del carácter.
La influencia de este episodio en posteriores historias de viajes temporales dentro del universo Star Trek es innegable, pero también reveladora de su singularidad.
Episodios posteriores como «La luz interior» de La Nueva Generación o «El visitante» de Espacio Profundo Nueve, pese a sus indudables méritos, no logran igualar la perfección estructural y emocional del original. Todos parecen existir bajo su sombra, como variaciones sobre un tema que ya había alcanzado su expresión definitiva.
La lección que nos ofrece «La ciudad al borde de la eternidad» trasciende los límites del género. En una época donde la espectacularidad visual amenaza con devorar la sustancia dramática, este episodio nos recuerda que la verdadera grandeza audiovisual reside en la capacidad de conmover al espectador.
No necesitamos explosiones cósmicas ni efectos digitales deslumbrantes cuando tenemos la mirada desgarrada de un hombre que debe elegir entre su felicidad personal y el bien común. Es una lección que aprendí escribiendo sobre cine en aquellos primeros foros de los noventa: la técnica debe servir siempre a la emoción, nunca al revés.
El episodio funciona también como una reflexión sobre la naturaleza del tiempo y la historia. La figura de Edith Keeler, con su visión pacifista y humanitaria, representa paradójicamente una amenaza para el futuro precisamente por su bondad.
Su supervivencia retrasaría la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, permitiendo que la Alemania nazi desarrollase armas nucleares. Esta ironía cruel —que el bien puede generar el mal— añade una dimensión filosófica que enriquece la experiencia dramática.
La banda sonora de Alexander Courage, discreta pero efectiva, acompaña la acción sin imponerse, creando un clima emocional que potencia las interpretaciones sin resultar manipuladora.
Cada nota musical está calculada para servir al drama, no para exhibirse. Es una lección de elegancia compositiva que muchas producciones actuales harían bien en recordar. Me evoca esa contención magistral de Bernard Herrmann en las partituras de Hitchcock.
Sesenta años después de su emisión original, «La ciudad al borde de la eternidad» permanece como un testimonio imperecedero de lo que la televisión puede lograr cuando se atreve a tratar a su audiencia como adultos inteligentes.
En un panorama audiovisual saturado de contenido, este episodio brilla con la intensidad de una obra maestra que ha sabido resistir el paso del tiempo sin perder un ápice de su poder conmovedor.
No es exagerado afirmar que nos encontramos ante una de esas raras ocasiones en que la televisión alcanza las cotas más elevadas del arte dramático.
«La ciudad al borde de la eternidad» no es simplemente el mejor episodio de Star Trek; es una demostración de que el medio audiovisual, cuando se pone al servicio de una visión artística coherente, puede rivalizar con las mejores obras de la literatura y el cine en su capacidad para iluminar los rincones más oscuros del alma humana.