• Disney desechó tras 18 meses la idea de usar deepfakes para recrear digitalmente a Dwayne Johnson en Moana, una decisión que marca un precedente crucial en la industria.
• Esta prudencia refleja una comprensión madura de que el cine, en su esencia más pura, sigue siendo un arte irreductiblemente humano que no debe sacrificarse en el altar de la conveniencia tecnológica.
• El caso expone la peligrosa deriva de Hollywood hacia la sustitución del intérprete por algoritmos, una tendencia que amenaza los cimientos mismos del séptimo arte.
La industria cinematográfica atraviesa una crisis de identidad que va mucho más allá de las cuestiones meramente técnicas. Nos encontramos ante un dilema que define nuestro tiempo: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificar la esencia humana del cine en nombre del progreso tecnológico?
El reciente episodio de Disney con su adaptación de Moana en acción real nos ofrece una ventana privilegiada a esta encrucijada. La decisión del estudio de abandonar el uso de tecnología deepfake para recrear digitalmente a Dwayne Johnson no es una simple anécdota corporativa, sino un síntoma revelador de los tiempos que corren en una industria cada vez más seducida por las sirenas de la inteligencia artificial.
La Seducción del Atajo Tecnológico
Disney había contemplado seriamente emplear inteligencia artificial para crear un doble digital de Johnson en su regreso como Maui. El plan, meticulosamente diseñado, consistía en utilizar a Tanoai Reed, primo del actor, como doble corporal, para posteriormente superponer el rostro de Johnson mediante tecnología deepfake desarrollada por Metaphysic.
Desde una perspectiva puramente práctica, la propuesta no carecía de lógica. Johnson, con su apretada agenda, podría haber reducido considerablemente su carga de trabajo. Para Disney, la tecnología prometía un control absoluto sobre la imagen del personaje.
Sin embargo, tras dieciocho meses de negociaciones, el proyecto se topó con una realidad ineludible: las implicaciones de semejante empresa superaban con creces sus ventajas aparentes.
El Fantasma de la Autenticidad Perdida
Horacio Gutiérrez, responsable legal de Disney, ofreció una declaración reveladora: «Hemos existido durante cien años y pretendemos seguir existiendo los próximos cien años». Esta frase encierra una filosofía conservadora que, por una vez, merece nuestro aplauso.
Los equipos jurídicos identificaron múltiples frentes problemáticos: la propiedad intelectual sobre la imagen digital, la seguridad de los datos biométricos, y las implicaciones futuras del contenido generado por inteligencia artificial. Territorio legal inexplorado donde los precedentes escasean y las consecuencias resultan impredecibles.
Pero más allá de las cuestiones legales, emerge una pregunta fundamental: ¿puede una máquina capturar las sutilezas expresivas que distinguen a un intérprete? La respuesta es categóricamente no.
La Irreductible Humanidad del Arte Cinematográfico
La historia del cine nos enseña que las grandes interpretaciones nacen de la imperfección humana, de esos matices imperceptibles que ningún algoritmo puede replicar. Pensemos en la mirada melancólica de Ingrid Bergman cuando se despide de Bogart en «Casablanca», o en cómo Cary Grant modula su sonrisa en los primeros planos de Hitchcock en «Con la muerte en los talones».
Estos momentos de gracia cinematográfica surgen de la interacción entre el intérprete, el director y el momento irrepetible del rodaje. Son fruto de la química humana, no de cálculos algorítmicos.
Johnson, pese a su imagen de estrella de acción, ha demostrado en películas como «Jungle Cruise» una presencia escénica que trasciende lo meramente físico. Su carisma reside tanto en su imponente físico como en su capacidad para transmitir vulnerabilidad tras la fachada del héroe.
La Deriva Peligrosa de Hollywood
La cautela de Disney contrasta con la audacia tecnológica de otros estudios. Recordemos la recreación digital de Peter Cushing en «Rogue One» o la resurrección de Paul Walker en «Fast & Furious 7». Sin embargo, aquellos casos respondían a circunstancias excepcionales: la muerte de los intérpretes.
Lo que Disney contemplaba era diferente: la sustitución de un actor vivo por conveniencia. Un precedente peligroso que habría abierto las compuertas a una deriva donde los intérpretes se convertirían en meros proveedores de datos biométricos.
Un Precedente Necesario
La postura de Disney establece un precedente valioso. En palabras de Gutiérrez, «la inteligencia artificial será transformadora, pero no necesita ser anárquica». Una declaración de principios que la industria debería tomar como referencia.
La decisión no implica un rechazo absoluto a la innovación. Disney ha empleado efectos digitales revolucionarios en «El Rey León» o «El Libro de la Selva». La diferencia radica en que, en aquellos casos, la tecnología servía para crear algo nuevo, no para suplantar la presencia humana.
El estreno de Moana, programado para el 10 de julio de 2026, se presenta como una oportunidad para demostrar que el cine puede abrazar la modernidad sin renunciar a su esencia.
La decisión de Disney trasciende las fronteras de un simple proyecto cinematográfico para convertirse en una declaración sobre el futuro del séptimo arte. En una industria cada vez más seducida por las posibilidades aparentemente ilimitadas de la tecnología, esta prudencia nos recuerda una verdad fundamental.
El cine, en su esencia más pura, sigue siendo un arte profundamente humano. Las máquinas pueden asistir, pueden potenciar, incluso maravillar, pero no pueden sustituir esa chispa indefinible que convierte una secuencia de imágenes en experiencia cinematográfica memorable.
Disney ha elegido preservar esa chispa. Y por ello, esta vez, merece nuestro reconocimiento.