• Bryan Cranston revela que su personaje en «The Studio» se inspira en las memorias de Robert Evans, no en ejecutivos actuales como David Zaslav.
• La serie recupera la fascinación por los magnates clásicos de Hollywood, esos titanes que sabían equilibrar arte y comercio con instinto narrativo genuino.
• Con 23 nominaciones a los Emmy, «The Studio» demuestra que aún existe hambre por narrativas que se atreven a retratar sin pudor los entresijos más sórdidos de la industria.
En una época donde los algoritmos han sustituido al instinto y las cifras de audiencia al criterio artístico, surge una pregunta que todo cinéfilo se ha planteado: ¿qué queda de aquellos legendarios magnates que forjaron el Hollywood dorado desde sus despachos forrados de terciopelo?
La respuesta, al menos parcialmente, la encontramos en «The Studio», la nueva serie de Apple TV+ que ha logrado algo cada vez más infrecuente: capturar tanto la atención de la crítica especializada como el reconocimiento de la Academia.
Bryan Cranston, ese intérprete de precisión milimétrica que nos regaló la transformación más memorable de la televisión moderna con Walter White, regresa ahora para encarnar a Griffin Mills. Durante el festival Televerse de la Academia de Televisión, el actor se vio obligado a desmentir las especulaciones que vinculaban su personaje con David Zaslav, actual director ejecutivo de Warner Brothers.
«Hice una investigación exhaustiva sobre Zaslav y pensé: ‘Bueno, es tremendamente aburrido'», declaró Cranston con esa franqueza que caracteriza a los grandes intérpretes. Esta afirmación revela algo profundamente significativo sobre el contraste entre los ejecutivos actuales y aquellos titanes del pasado que forjaron la mitología hollywoodiense.
La verdadera inspiración para Griffin Mills proviene de una fuente mucho más rica cinematográficamente: las memorias de Robert Evans, plasmadas en «The Kid Stays in the Picture». Evans, ese legendario productor detrás de obras maestras como «El Padrino» y «Chinatown», representa todo lo que el Hollywood moderno parece haber perdido.
Recuerdo vívidamente la primera vez que escuché la voz hipnótica de Evans narrando su propia autobiografía. Esa cadencia seductora, esa arrogancia magnética que destilaba en cada anécdota sobre Paramount. Evans entendía el cine como arte popular, capaz de equilibrar las demandas comerciales sin sacrificar la integridad narrativa.
Cranston, acompañado por Seth Rogen, Kathryn Hahn y Dave Franco, explicó el placer que supone interpretar a un personaje que antepone el beneficio económico a la creatividad. «Al rodar esta serie, tuvimos libertad para hacer cada cosa inapropiada que se nos ocurriera», confesó el actor.
Esta declaración resulta especialmente reveladora en una época donde la autocensura ha esterilizado gran parte de la producción audiovisual contemporánea. La serie funciona como un espejo deformante que refleja las contradicciones inherentes a una industria que siempre navegó entre el arte y el comercio.
El personaje de Mills encarna esa figura del ejecutivo que, paradójicamente, debe destruir aquello que dice amar para mantener viva la maquinaria industrial. Es un arquetipo que Billy Wilder habría sabido explotar magistralmente en «El Crepúsculo de los Dioses», donde ya diseccionaba con bisturí las contradicciones del sistema hollywoodiense.
Las 23 nominaciones a los Emmy que ha cosechado «The Studio» demuestran que existe un apetito real por narrativas que se atreven a morder la mano que les da de comer. En una época donde las plataformas han homogeneizado el contenido, resulta refrescante encontrar una propuesta que abraza conscientemente lo políticamente incorrecto como herramienta narrativa.
El enfoque de Cranston revela una comprensión profunda de lo que significa interpretar a un antihéroe contemporáneo. No se trata de crear un villano unidimensional, sino de explorar las complejidades morales de alguien que opera dentro de un sistema inherentemente corrupto.
La elección de Robert Evans como referente no es casual. Evans representaba esa generación de productores que entendían el cine como lenguaje visual, no como producto algorítmico. Su autobiografía conserva esa arrogancia seductora que definió a toda una generación de magnates que, para bien o para mal, tenían criterio propio.
«The Studio» llega en un momento crucial cuando los estudios tradicionales luchan por mantener su relevancia frente al dominio de las plataformas digitales. La serie no solo entretiene; documenta la transformación de un ecosistema que parece haber perdido gran parte de su alma en el proceso de modernización.
Hay algo profundamente melancólico en ver cómo la industria actual ha cambiado sus Robert Evans por ejecutivos que Cranston califica, sin tapujos, de «tremendamente aburridos». Donde antes había instinto narrativo y riesgo creativo, ahora predominan las métricas de engagement y los focus groups.
El trabajo de Cranston en «The Studio» representa algo más que una interpretación televisiva; es un ejercicio de arqueología cultural que rescata y reinterpreta los códigos de una época dorada que ya no volverá. La serie nos recuerda que, detrás de cada gran película, siempre hubo alguien dispuesto a apostar, a mentir y, ocasionalmente, a crear algo verdaderamente memorable.
El éxito crítico y la respuesta de la Academia confirman que, pese a todos los cambios tecnológicos, seguimos fascinados por esas figuras que operan en la penumbra de la industria del entretenimiento. «The Studio» no solo celebra esa fascinación; la eleva a la categoría de arte, demostrando que las mejores sátiras nacen del conocimiento profundo y el respeto hacia aquello que critican.