• Hollywood persiste en su apuesta por presupuestos astronómicos que no garantizan calidad, como demostró 2025 con numerosos fracasos de gran envergadura.
• El gigantismo sin rigor narrativo representa todo lo que está mal en la industria: espectáculo vacío que insulta al oficio cinematográfico.
• Aunque hubo excepciones como el Superman de Gunn o Avatar: Fire and Ash de Cameron, la mayoría fueron ejercicios de mediocridad inflada.
Hay algo profundamente melancólico en observar cómo la industria cinematográfica contemporánea confunde sistemáticamente el tamaño con la sustancia.
Recuerdo aquellas tardes de mi juventud en las que una película de Hitchcock podía mantener en vilo a toda una sala con apenas un plano fijo y la tensión acumulada en el rostro de James Stewart. No hacían falta doscientos millones de dólares ni ejércitos de técnicos en efectos digitales.
Bastaba con un director que comprendiese el lenguaje cinematográfico, actores que supiesen habitar sus personajes, y un guion que respetase la inteligencia del espectador.
El año 2025 ha sido paradigmático de todo lo que aqueja al cine industrial actual. Mientras los estudios siguen convencidos de que la cantidad puede suplir la calidad —una falacia que ni siquiera los productores de la época dorada se habrían atrevido a defender—, las salas y plataformas se han visto inundadas de productos hinchados, ruidosos y esencialmente vacíos.
Merece la pena detenerse en los peores ejemplos de este fenómeno, no por sadismo crítico, sino porque entender qué falla en estas producciones es fundamental para comprender hacia dónde se dirige el cine mainstream.
El espejismo del presupuesto infinito
Existe en Hollywood una creencia casi religiosa: si inviertes suficiente dinero en una película, el público acudirá.
Es una lógica que habría horrorizado a Billy Wilder, quien solía decir que el mejor decorado del mundo no salvará un mal guion. Y sin embargo, año tras año, los grandes estudios insisten en esta estrategia suicida.
El 2025 no ha sido una excepción. Al contrario, ha sido la confirmación de una tendencia que lleva décadas gestándose: la del cine como parque temático, como experiencia sensorial desprovista de alma.
Películas que parecen diseñadas por comités de marketing en lugar de por cineastas con algo que decir.
Es cierto que hubo excepciones. James Gunn demostró con su Superman que es posible combinar espectáculo y corazón. James Cameron entregó Avatar: Fire and Ash, una película que, independientemente de lo que se opine sobre la saga, al menos posee una visión coherente y una ambición narrativa genuina.
Y Paul Thomas Anderson nos regaló One Battle After Another, confirmando que el verdadero cine de autor sigue vivo, aunque cada vez más arrinconado.
Cuando el presupuesto sustituye al talento
Lo que todas estas películas fallidas comparten es una característica común: cantidad a raudales, calidad en déficit crónico.
Efectos visuales por toneladas, pero ni un solo plano memorable. Presupuestos que harían palidecer a los de Ben-Hur o Cleopatra, pero sin una sola escena que justifique semejante despilfarro.
Actores de renombre desperdiciados en papeles unidimensionales. Guiones que parecen escritos por algoritmos programados para maximizar la «audiencia objetivo» en lugar de contar historias.
Viendo algunas de estas producciones, uno no puede evitar pensar en Kubrick rodando 2001: Una odisea del espacio con una fracción de lo que hoy cuesta cualquier película de superhéroes mediocre.
O en Kurosawa componiendo esos planos perfectos de Ran con una meticulosidad artesanal que hoy se consideraría antieconómica.
El problema no es el presupuesto en sí mismo —el cine siempre ha sido un arte caro—, sino la ausencia total de criterio artístico en cómo se emplea ese dinero.
El síndrome del comité creativo
Hay algo particularmente deprimente en ver cómo muchas de estas películas parecen haber sido diseñadas por focus groups en lugar de por directores con una visión personal.
Cada decisión creativa parece calculada para no ofender a nadie, para maximizar la «amplitud demográfica», para vender merchandising. El resultado es un cine pasteurizado, sin aristas, sin personalidad.
Recuerdo cuando las películas de gran presupuesto aún podían ser arriesgadas. Cuando Coppola hipotecó su vida para hacer Apocalypse Now. Cuando Spielberg se jugó su carrera con La lista de Schindler.
Cuando incluso dentro del sistema de estudios había espacio para la audacia, para la visión personal, para el riesgo artístico.
Hoy, ese espacio se ha reducido dramáticamente. Los blockbusters de 2025 que fracasaron no lo hicieron por ser demasiado atrevidos o personales.
Al contrario: fracasaron por ser demasiado seguros, demasiado calculados, demasiado vacíos. Por confundir el ruido con la emoción, el movimiento con la acción, la duración con la profundidad.
El desprecio hacia el espectador
Lo más preocupante de esta tendencia no es solo el despilfarro económico —al fin y al cabo, Hollywood siempre ha sabido desperdiciar dinero—, sino el desprecio implícito hacia el espectador.
Estas películas parten de la premisa de que el público es una masa acrítica que se conformará con cualquier cosa siempre que tenga suficientes explosiones y cameos de famosos.
Es una visión profundamente cínica del cine y de su audiencia. Y lo peor es que, en cierta medida, funciona.
Muchas de estas películas mediocres recaudan lo suficiente como para justificar su existencia ante los accionistas, perpetuando así el ciclo de mediocridad.
Pero el cine, el verdadero cine, no puede reducirse a una ecuación de coste-beneficio. El cine es un arte, un lenguaje, una forma de explorar la condición humana.
Y cuando se le trata únicamente como producto de consumo, algo esencial se pierde en el camino.
Contemplar el panorama de los blockbusters de 2025 es como observar las ruinas de una civilización que olvidó por qué construía templos.
Quedan las estructuras gigantescas, los presupuestos faraónicos, la maquinaria industrial funcionando a pleno rendimiento. Pero falta el alma, esa chispa indefinible que convierte una sucesión de imágenes en una experiencia cinematográfica genuina.
Falta el respeto al oficio que tenían aquellos maestros que sabían que una película no se mide en dólares invertidos, sino en la capacidad de conmover, inquietar o simplemente hacer pensar al espectador.
Quizá sea inevitable que el cine industrial siga este camino de gigantismo vacuo. Quizá la lógica del mercado actual no permita otra cosa.
Pero mientras existan cineastas como Gunn, Cameron o Anderson —y otros muchos trabajando en los márgenes del sistema—, seguirá habiendo esperanza.
Porque el verdadero cine, ese que importa, ese que perdura, nunca ha dependido del tamaño del presupuesto. Depende del talento, de la visión, y sobre todo, del respeto hacia ese pacto sagrado entre el cineasta y su público.
Un pacto que demasiadas películas de 2025 decidieron romper a cambio de unos cuantos millones más en taquilla.

