• Vince Gilligan regresa con «Pluribus», una serie que demuestra cómo la ciencia ficción puede alcanzar la categoría de arte cuando se construye desde el respeto al oficio cinematográfico.
• La obra confirma que el verdadero espectáculo reside en la complejidad del alma humana, no en los efectos visuales o los giros argumentales gratuitos.
• Rhea Seehorn ofrece una interpretación que recuerda a las grandes actrices del cine de autor europeo, construyendo un personaje desde la intimidad del dolor personal.
En una época donde el entretenimiento audiovisual parece obsesionado con la velocidad y el espectáculo inmediato, surge una obra que desafía estas convenciones con la elegancia de quien comprende verdaderamente el lenguaje cinematográfico.
Vince Gilligan, el maestro que nos regaló «Breaking Bad» y «Better Call Saul», vuelve a demostrar que la televisión puede alcanzar las cotas más altas del arte narrativo cuando se respeta al espectador y se confía en la potencia de la construcción dramática.
«Pluribus» no es simplemente otra serie de ciencia ficción. Es un ejercicio de resistencia creativa que nos recuerda por qué ciertos creadores trascienden las modas pasajeras.
En un panorama saturado de efectos visuales y giros argumentales gratuitos, Gilligan opta por el camino más difícil: el del alma humana enfrentada a lo incomprensible.
El arte de la pausa narrativa
Quienes critican la lentitud de «Pluribus» demuestran una incomprensión fundamental de lo que constituye el verdadero ritmo cinematográfico.
Como bien sabían Tarkovsky o Bergman, la pausa no es vacío; es respiración, es espacio para que la emoción germine y florezca.
Recuerdo aquella secuencia de «Persona» donde Bergman mantiene el primer plano de Liv Ullmann durante casi un minuto completo, permitiendo que cada micro-expresión revele capas de significado. Gilligan construye su relato con esa misma paciencia del artesano que conoce su oficio.
La serie nos presenta un mundo donde una mente colmena ha absorbido a la mayor parte de la humanidad. Pero el verdadero conflicto no reside en las explicaciones científicas de este fenómeno.
El núcleo dramático late en Carol Sturka, interpretada con una precisión quirúrgica por Rhea Seehorn. Una mujer que encarna la resistencia más pura: la del individuo que se niega a diluirse en el colectivo.
Rhea Seehorn: la construcción de un personaje inolvidable
Seehorn, ya conocida por su trabajo en «Better Call Saul», demuestra aquí una madurez interpretativa que recuerda a las grandes actrices del cine de autor europeo.
Su Carol no es una heroína convencional. Es una autora de novelas románticas que ha perdido a su esposa Helen durante el «Joining».
Responde al fin del mundo no con heroísmo grandilocuente, sino con una rebeldía visceral enraizada en el dolor.
Esta construcción del personaje revela la sofisticación narrativa de Gilligan. Carol no lucha contra la mente colmena por principios abstractos sobre la libertad humana.
Lo hace desde la trinchera más íntima del duelo personal. Su resistencia nace del mismo lugar que alimentaba su escritura: la necesidad desesperada de preservar lo que nos hace únicos, irreemplazables.
Hay algo en la interpretación de Seehorn que me recuerda a la intensidad contenida de Ingrid Bergman en «Autumn Sonata». Esa capacidad de transmitir volcanes emocionales a través de la más sutil de las gestualidades.
La geografía emocional de Albuquerque
Como en sus trabajos anteriores, Gilligan utiliza Albuquerque no como mero decorado, sino como extensión del paisaje interior de sus personajes.
La ciudad se convierte en testigo silencioso de la transformación de Carol. En el espacio donde lo cotidiano y lo extraordinario se funden sin estridencias.
Esto me recuerda al uso que Antonioni hacía de los paisajes urbanos en «La aventura» o «El eclipse». La arquitectura como reflejo del estado anímico de los protagonistas.
El finale de la primera temporada culmina con la decisión de Carol de aliarse con Manousos contra la mente colmena, rechazando la asimilación forzosa.
Este momento, filmado con la sobriedad visual que caracteriza la serie, adquiere la fuerza de una declaración de principios: la identidad individual como último bastión de resistencia.
Más allá de la ciencia ficción
«Pluribus» trasciende los límites del género para convertirse en una meditación sobre el duelo, la identidad y la necesidad humana de mantener nuestra singularidad frente a las fuerzas homogeneizadoras.
La serie no se detiene en explicar los mecanismos de la mente colmena o el funcionamiento de la «Proteína Derivada Humana».
Estos elementos funcionan como marco para explorar territorios emocionales más profundos. Exactamente como hacía Kubrick en «2001», donde la tecnología servía para interrogar sobre la condición humana.
La nota que Carol escribe sobre las intenciones de la mente colmena —»Wants to CHANGE ME»— condensa en tres palabras el terror existencial que atraviesa toda la obra.
No se trata del miedo a la muerte, sino del pánico ante la disolución del yo. Ante la pérdida de esa chispa irreductible que nos define como individuos únicos.
El verdadero espectáculo
En «Pluribus», Vince Gilligan ha creado una obra que honra las mejores tradiciones del cine de autor mientras abraza las posibilidades narrativas de la televisión contemporánea.
Es una serie que exige paciencia, que recompensa la atención. Que demuestra, una vez más, que el verdadero espectáculo reside en la complejidad del alma humana enfrentada a lo imposible.
Como las grandes obras del séptimo arte, «Pluribus» no busca complacer expectativas inmediatas, sino construir una experiencia que perdure en la memoria del espectador.
En una época de consumo acelerado, Gilligan nos regala el lujo de la contemplación. La oportunidad de sumergirnos en un relato que respeta nuestra inteligencia y nuestra capacidad de emoción.
Es, en definitiva, televisión elevada a la categoría de arte. Una demostración de que cuando se respeta el oficio y se confía en la potencia de la narración, los resultados pueden alcanzar la trascendencia.

