• La muerte de Frodo en El Señor de los Anillos habría proporcionado un final más poético y trágicamente coherente con la naturaleza sacrificial de su misión.

• Tolkien perdió una oportunidad narrativa al permitir que su protagonista sobreviviera, diluyendo así la gravedad épica de una empresa que desde el inicio se planteaba como un viaje sin retorno.

• Las experiencias bélicas del autor en la Primera Guerra Mundial influyeron decisivamente en la construcción de un personaje que refleja el trauma del soldado que regresa del frente.

¿Puede una obra maestra ser aún más perfecta? Esta pregunta, que podría parecer sacrílega tratándose de Tolkien, merece una reflexión pausada.

Durante décadas, los aficionados al cine hemos debatido sobre finales alternativos que habrían elevado grandes films a la categoría de obras inmortales. Pensemos en «Casablanca» si Rick hubiera partido con Ilsa, o en «Ciudadano Kane» si hubiésemos conocido el verdadero significado de «Rosebud» desde el principio.

Recuerdo vívidamente mis primeras sesiones escribiendo críticas en foros de cinéfilos a finales de los noventa, cuando debatíamos apasionadamente sobre estas cuestiones. Ya entonces me fascinaba cómo ciertos finales, por satisfactorios que fueran emocionalmente, podían traicionar la lógica interna de una obra.

El Señor de los Anillos, tanto en su forma literaria como en la adaptación cinematográfica de Peter Jackson, nos presenta un dilema narrativo fascinante. La supervivencia de Frodo, aunque emocionalmente satisfactoria, plantea interrogantes sobre la coherencia dramática de una historia que, desde sus cimientos, se construye sobre la premisa del sacrificio absoluto.

Como espectador que ha contemplado esta saga en innumerables ocasiones, no puedo evitar preguntarme si Tolkien, en su benevolencia hacia su protagonista, privó a su obra de una conclusión verdaderamente trascendente.

La Tragedia Interrumpida

Desde el momento en que Gandalf revela la verdadera naturaleza del Anillo, la empresa de Frodo se presenta como una misión suicida. No existe precedente alguno de que alguien haya regresado de Mordor, y la propia geografía del reino de Sauron sugiere una fortaleza diseñada para atrapar, no para liberar.

Esta premisa inicial establece las bases de lo que debería ser una tragedia clásica. Frodo acepta conscientemente un destino que considera inevitable: la muerte. Su heroísmo no radica en la esperanza de supervivencia, sino en la aceptación serena de su sacrificio por el bien común.

La decisión de Tolkien de rescatar a Frodo mediante la intervención de las águilas, aunque narrativamente justificable, rompe la lógica trágica que había construido meticulosamente. Es como si Sófocles hubiera decidido, en el último acto, salvar a Edipo de su destino.

Jackson, con su dominio de la puesta en escena, resuelve esta secuencia con maestría visual. El plano cenital de las águilas descendiendo hacia el Monte del Destino posee una belleza innegable. Sin embargo, ni toda la pericia técnica del director neozelandés puede eliminar la sensación de artificiosidad que acompaña a toda resolución demasiado conveniente.

El Peso de la Guerra

Las experiencias de Tolkien en las trincheras de la Primera Guerra Mundial impregnan cada página de su obra. El autor presenció la muerte de compañeros queridos y experimentó el trauma del superviviente, esa culpa inexplicable de quien regresa cuando otros no lo hacen.

Frodo encarna perfectamente esta figura del soldado marcado. Su incapacidad para reintegrarse en la vida cotidiana de la Comarca, su melancolía persistente, sus heridas que nunca sanan completamente, son síntomas reconocibles del trastorno que hoy llamaríamos estrés postraumático.

Jackson captura esta dimensión con notable sensibilidad. Los primeros planos de Elijah Wood en las secuencias posteriores al regreso revelan una mirada vacía, ausente, que cualquier aficionado al cine bélico reconocerá inmediatamente. Es la misma expresión que encontramos en los rostros de los protagonistas de «Los mejores años de nuestra vida» de William Wyler.

Sin embargo, aquí radica la paradoja: si Tolkien pretendía retratar fielmente la experiencia bélica, ¿no habría sido más honesto permitir que Frodo pagara el precio último? La guerra no siempre devuelve a sus héroes, y quizás la obra habría ganado en autenticidad si hubiera reflejado esta cruda realidad.

Escenarios de una Muerte Heroica

Imaginemos por un momento las posibilidades dramáticas que se abrían ante Tolkien. Frodo podría haber caído en las llamas del Monte del Destino junto al Anillo, consumido por el mismo fuego que destruye el objeto de su tormento.

La imagen de los dos hobbits abrazándose mientras la montaña se desploma habría proporcionado una conclusión de una potencia visual y emocional extraordinaria. Jackson, con su predilección por los grandes momentos épicos, habría encontrado aquí material perfecto para uno de esos planos que perduran en la memoria colectiva.

Alternativamente, Frodo podría haber sucumbido al agotamiento tras cumplir su misión, muriendo en brazos de Sam mientras contemplan la destrucción de Barad-dûr. Esta muerte habría subrayado el coste físico y espiritual de portar el Anillo, convirtiendo su sacrificio en algo tangible y definitivo.

Cualquiera de estos finales habría elevado la figura de Frodo a la categoría de los grandes héroes trágicos de la literatura. Su muerte habría resonado a través de los siglos como la de Héctor en la «Ilíada» o la de Hamlet en la obra de Shakespeare.

La Intervención Divina Como Deus Ex Machina

El rescate de Frodo y Sam por las águilas funciona esencialmente como un deus ex machina. Tolkien, consciente de esta debilidad estructural, intentó justificarlo mediante la intervención directa de Eru Ilúvatar, el creador supremo de su cosmogonía.

Esta solución, sin embargo, plantea problemas teológicos dentro del propio universo tolkieniano. Si Eru puede intervenir para salvar a Frodo, ¿por qué no lo hizo antes para evitar siglos de sufrimiento? La intervención divina selectiva debilita la coherencia del sistema de creencias que Tolkien había construido.

Me viene a la memoria un debate que mantuve hace años sobre el uso del deus ex machina en el cine clásico. Directores como John Ford o Howard Hawks sabían que ciertos recursos narrativos, por efectivos que fueran, podían comprometer la integridad dramática de sus obras. La maestría consistía precisamente en evitar estas soluciones fáciles.

Jackson resuelve la secuencia con indudable pericia técnica, pero no puede eliminar completamente esta sensación de conveniencia narrativa que lastra el conjunto.

El Legado de un Sacrificio Completo

La muerte de Frodo no habría invalidado otros elementos cruciales de la narrativa. La Limpieza de la Comarca podría haberse convertido en un homenaje póstumo a su memoria, con Sam liderando la resistencia en nombre de su amigo caído.

Este enfoque habría añadido profundidad emocional a la secuencia, transformándola de una simple aventura adicional en una elegía por el heroísmo perdido. Los hobbits habrían luchado no solo por su tierra, sino por honrar el sacrificio de quien la salvó.

La partida hacia Valinor también habría adquirido un significado diferente. En lugar de ser un viaje de curación para Frodo, habría representado el reconocimiento divino de su sacrificio, una apoteosis que eleva al héroe mortal a la inmortalidad.

Jackson, lamentablemente, eliminó por completo la Limpieza de la Comarca de su adaptación, privándonos de explorar estas posibilidades dramáticas. Una decisión comprensible desde el punto de vista del ritmo cinematográfico, pero que empobrece la dimensión política y social de la obra original.

La Poética del Sacrificio Absoluto

Existe algo profundamente conmovedor en la imagen de dos hobbits caminando conscientemente hacia la muerte para salvar un mundo de extraños. Esta dimensión universal del sacrificio trasciende las particularidades de la Tierra Media para tocar fibras humanas fundamentales.

La supervivencia de Frodo, aunque emocionalmente satisfactoria, diluye esta pureza trágica. Su partida hacia Valinor, presentada como una curación necesaria, introduce elementos de esperanza que, si bien reconfortantes, reducen el impacto dramático de su empresa.

Un Frodo muerto habría permanecido para siempre en la memoria como el símbolo perfecto del heroísmo desinteresado, libre de las complejidades y ambigüedades que acompañan a la supervivencia.

En mis años escribiendo sobre cine, he aprendido que las obras verdaderamente inmortales son aquellas que no temen enfrentarse a las consecuencias últimas de sus premisas. Pensemos en «Senderos de gloria» de Kubrick o en «Los cuatrocientos golpes» de Truffaut: films que encuentran su grandeza precisamente en su negativa a ofrecer consolaciones fáciles.

La genialidad de Tolkien es incuestionable, y su obra permanecerá como uno de los pilares de la literatura fantástica. Sin embargo, como todo gran arte, El Señor de los Anillos invita a la reflexión y al debate.

La posibilidad de un final alternativo no disminuye la grandeza de la obra original, sino que la enriquece al abrir nuevas vías de interpretación.

Quizás la verdadera maestría de Tolkien radique precisamente en haber creado una historia lo suficientemente sólida como para soportar estas especulaciones. Al fin y al cabo, solo las grandes obras generan debates que perduran décadas después de su creación.

Y en ese sentido, independientemente del destino que hubiera deparado a Frodo, su lugar en el panteón de los inmortales está asegurado.