• Dwayne Johnson abandona su registro heroico habitual para encarnar al luchador Mark Kerr en un drama que examina las heridas invisibles del deporte profesional.
• Benny Safdie dirige con competencia técnica pero sin la profundidad narrativa que exige un material de semejante potencial dramático.
• La película posee todos los elementos para convertirse en un clásico del cine deportivo, pero se queda en un ejercicio correcto que no trasciende lo convencional.
El cine deportivo ha regalado algunas de las obras más conmovedoras de la historia del séptimo arte. Desde el magistral «Toro salvaje» de Scorsese hasta el entrañable «Rocky» de Stallone, los mejores exponentes del género han sabido encontrar en la violencia del ring una metáfora perfecta sobre la condición humana. Sin embargo, como bien sabía Billy Wilder, no basta con mostrar la brutalidad física; es necesario ahondar en las heridas del alma.
«The Smashing Machine» llega con la promesa de explorar la figura de Mark Kerr, pionero de las artes marciales mixtas, a través de la interpretación de Dwayne Johnson. La propuesta resulta intrigante: un actor conocido por sus papeles heroicos se adentra en territorio dramático para dar vida a un hombre quebrado por su propia fuerza.
Dirigida por Benny Safdie, la película se basa en el documental homónimo de 2002 que retrataba la vida de Kerr, luchador que se ganó su apodo por la ferocidad desplegada en el octágono. El filme nos presenta a un hombre atrapado en una paradoja cruel: fuera del ring, Kerr era conocido por su naturaleza bondadosa, pero dentro de él se convertía en una máquina de destrucción imparable.
Johnson, alejándose de su habitual registro heroico, se sumerge en la piel de Kerr con una dedicación que merece reconocimiento. La transformación física es notable: prótesis, cambios en la voz y una gestualidad completamente diferente. Hay algo de Robert De Niro en «Toro salvaje» en este compromiso total con el personaje, aunque el resultado final no alcance las cotas de aquella obra maestra.
Recuerdo vívidamente el impacto que me causó el documental original de 2002. Aquella cruda honestidad, esa capacidad de mostrar la vulnerabilidad humana detrás del guerrero, me recordó a los mejores trabajos de Frederick Wiseman. Era cine directo, sin artificios, que encontraba la poesía en la brutalidad.
La narrativa se centra en los años más duros de la carrera de Kerr, cuando las peleas apenas le reportaban beneficios económicos pero sí un desgaste devastador. El filme retrata sin tapujos la adicción a las drogas como vía de escape al dolor. Es aquí donde la película encuentra sus momentos más honestos, cuando muestra a un hombre que ha convertido su cuerpo en un instrumento de guerra pero que no sabe cómo vivir en tiempos de paz.
Emily Blunt interpreta a Dawn, la pareja de Kerr, en lo que constituye una de las relaciones más tóxicas llevadas al cine en los últimos tiempos. Sin embargo, es precisamente en el desarrollo de esta relación donde la película muestra sus mayores carencias. La química entre ambos actores resulta forzada, y el guión no logra profundizar en las motivaciones de Dawn más allá de los tópicos habituales.
Safdie, conocido por su trabajo junto a su hermano Josh en «Good Time», demuestra aquí que su talento funciona mejor en el ámbito del thriller urbano. La dirección carece de la urgencia narrativa que caracterizaba sus trabajos anteriores. Los combates están filmados con competencia técnica, pero sin la visceral intensidad que requiere el material. Falta esa mirada kubrickiana que convierte la violencia en ballet, esa precisión hitchcockiana que encuentra tensión en los silencios.
El guión se enfrenta al eterno dilema de las biografías cinematográficas: cómo convertir una vida real en narrativa coherente. En este caso, la adaptación se queda en la superficie, mostrando los hechos pero sin ahondar en las causas profundas. Como en las mejores obras de Bergman, necesitábamos bucear en el alma del protagonista, entender sus demonios internos.
Uno de los aspectos más frustrantes es la incapacidad para generar empatía real hacia Kerr. El personaje aparece como víctima de sus circunstancias, pero el filme no logra explicar convincentemente por qué continúa tomando decisiones autodestructivas. Aquí echo de menos la maestría de un Wilder para encontrar humanidad en los personajes más complejos.
La fotografía y el diseño de producción recrean con fidelidad la estética de los primeros años de las MMA. Los escenarios resultan creíbles, desde los gimnasios hasta los modestos recintos donde se celebraban las peleas. Esta atención al detalle visual recuerda al mejor trabajo de los diseñadores de la época dorada de Hollywood, aunque no compensa las deficiencias narrativas.
La banda sonora, discreta pero efectiva, acompaña sin estridencias los momentos dramáticos. No hay grandes alardes musicales, lo cual se agradece en un género que tiende al exceso emocional. La sobriedad sonora contrasta con la intensidad de las secuencias de combate, creando un equilibrio que funciona.
Johnson demuestra poseer registros interpretativos más amplios de los habituales. Su Kerr es un hombre roto, vulnerable, muy alejado del héroe invencible de sus blockbusters. Es una lástima que el material no esté a la altura de su compromiso interpretativo. Me recuerda a esos momentos en que grandes actores como Cary Grant sorprendían con papeles dramáticos, aunque aquí falta el director visionario que sepa canalizar esa transformación.
El filme plantea cuestiones interesantes sobre el precio de la gloria deportiva, sobre los sacrificios que exige la competición al más alto nivel. Sin embargo, estas reflexiones se quedan en un nivel superficial, sin la profundidad psicológica que caracteriza a los grandes dramas deportivos del cine.
«The Smashing Machine» frustra por su potencial desaprovechado. Con todos los elementos necesarios para crear un drama poderoso sobre la autodestrucción y la redención, el resultado final se queda en un ejercicio competente pero olvidable. Johnson merece reconocimiento por su valentía interpretativa, pero ni su transformación ni la dirección de Safdie logran elevar el material por encima de lo convencional.
En el panteón del cine deportivo, esta película ocupará un lugar discreto, lejos de los clásicos que han sabido encontrar en la violencia del deporte una metáfora universal. «The Smashing Machine» golpea, pero no con la fuerza suficiente para dejarnos sin aliento. Es una obra que, como su protagonista, posee toda la fuerza física necesaria pero carece del alma que la convertiría en verdaderamente memorable.