• Edgar Wright demuestra con esta adaptación de Stephen King que es posible crear espectáculo cinematográfico sin renunciar a la profundidad narrativa, algo que los maestros clásicos siempre supieron hacer.
• La película me recuerda a los mejores momentos del cine de ciencia ficción social de los años 70, cuando directores como Kubrick o Ridley Scott sabían combinar entretenimiento y reflexión crítica.
• Glen Powell y Josh Brolin ofrecen interpretaciones que elevan un material que, en manos menos expertas, habría caído en la vulgaridad de las adaptaciones comerciales contemporáneas.
En una época donde las adaptaciones literarias suelen naufragar en el océano de los efectos digitales y las fórmulas preestablecidas, resulta reconfortante encontrar un cineasta que comprende la esencia del medio cinematográfico. Edgar Wright, ese artesano británico que nos regaló la trilogía Cornetto y la brillante «Baby Driver», regresa con una propuesta que me recuerda por qué el cine puede ser, simultáneamente, arte y entretenimiento puro.
Recuerdo cuando vi por primera vez «La fuga de Logan» de Michael Anderson en una sesión de madrugada de los años 90. Aquella película, con todas sus limitaciones técnicas, conseguía algo que escasea en el cine actual: utilizar la ciencia ficción como espejo de nuestras obsesiones sociales. Wright parece haber comprendido esta lección fundamental.
La elección de adaptar a Stephen King no es casual. El maestro de Maine siempre ha entendido que las mejores historias de género son aquellas que utilizan elementos fantásticos para explorar verdades humanas universales. Cuando un director con la sensibilidad visual de Wright se encuentra con material de este calibre, las expectativas se disparan inevitablemente.
Una distopía que dialoga con los clásicos del género
«The Running Man» nos transporta a un futuro no muy lejano donde el entretenimiento televisivo ha alcanzado cotas de brutalidad que harían sonrojar a los organizadores de los juegos gladiatorios romanos. La premisa me evoca inmediatamente a «Metrópolis» de Fritz Lang, no tanto por su estética sino por su capacidad para convertir el espectáculo en denuncia social.
Ben Richards, interpretado por Glen Powell, se ve obligado a participar en un programa donde debe sobrevivir treinta días mientras asesinos profesionales le dan caza. Wright evita aquí la tentación de convertir a su protagonista en el típico héroe invencible del cine contemporáneo.
Powell, actor que ha demostrado su versatilidad en producciones tan dispares como «Top Gun: Maverick», ofrece una interpretación que me recuerda a los mejores momentos de Steve McQueen. Esa capacidad para transmitir vulnerabilidad sin renunciar al carisma necesario para sostener una película de acción.
Su Ben Richards no es un superhombre, sino un padre desesperado enfrentado a circunstancias extraordinarias. Esta humanización del personaje principal resulta fundamental para que la audiencia conecte emocionalmente con la propuesta, algo que Hitchcock siempre supo explotar magistralmente en sus thrillers.
El dominio del lenguaje cinematográfico
Wright demuestra una vez más su comprensión del medio. Cada encuadre está meticulosamente calculado, cada movimiento de cámara tiene un propósito narrativo específico. Me recuerda a la precisión milimétrica de Stanley Kubrick, aunque aplicada a un registro completamente diferente.
La energía visual que caracteriza su filmografía encuentra aquí el vehículo perfecto para desplegarse sin restricciones. No estamos ante un director que utiliza la técnica como mero adorno, sino ante un artesano que comprende que la forma y el fondo deben caminar de la mano.
La paleta cromática vibrante y el ritmo frenético de la edición crean una atmósfera que sumerge al espectador en este mundo distópico. Es cine visceral en el mejor sentido del término, donde cada secuencia de acción está coreografiada con la precisión de un ballet.
Wright maneja los tiempos narrativos con la maestría de un Billy Wilder. Sabe cuándo acelerar el ritmo y cuándo permitir que los personajes respiren. Esta comprensión del tempo cinematográfico es lo que separa a los verdaderos cineastas de los meros técnicos.
Un reparto coral que honra la tradición
Josh Brolin, en el papel del productor televisivo Dan Killian, ofrece una interpretación que destila cinismo y manipulación con naturalidad pasmosa. Brolin posee esa cualidad tan valorada en el cine clásico: la capacidad de crear villanos complejos y creíbles sin caer en la caricatura.
Su trabajo me evoca a los mejores antagonistas del cine negro de los años 40. Esa mezcla de encanto superficial y maldad profunda que caracterizaba a actores como Edward G. Robinson o George Macready.
El reparto de apoyo, que incluye nombres como Colman Domingo, William H. Macy, Lee Pace y Michael Cera, funciona como un engranaje perfectamente aceitado. Cada actor aporta matices específicos que enriquecen el universo narrativo sin caer en la sobreactuación.
Es evidente que Wright ha sabido dirigir a sus intérpretes con la misma precisión con la que maneja la cámara. Esta capacidad para extraer lo mejor de cada actor es una de las cualidades que más admiro en los grandes directores.
Entretenimiento inteligente frente a la mediocridad imperante
Lo que resulta más admirable de esta adaptación es su capacidad para funcionar simultáneamente como espectáculo puro y como reflexión sobre nuestra relación con los medios de comunicación. Wright no cae en la tentación de sermonear a su audiencia, algo que habría resultado fatal.
La sátira emerge naturalmente de las situaciones planteadas, sin forzar paralelismos obvios con nuestra realidad. Es una lección de cómo el cine de género puede abordar temas complejos sin renunciar a su función primordial: entretener.
Me recuerda a los mejores momentos de «Network» de Sidney Lumet, esa capacidad para diseccionar los mecanismos del espectáculo televisivo sin perder nunca el pulso narrativo. Wright logra ese equilibrio tan difícil de conseguir entre la adrenalina y la sustancia.
Cada secuencia de persecución, cada momento de tensión, está al servicio de una narrativa mayor que trasciende el mero espectáculo. Es cine que respeta la inteligencia del espectador sin renunciar a la emoción visceral.
El futuro del cine popular
En un panorama cinematográfico dominado por franquicias interminables y reboots innecesarios, «The Running Man» de Wright se erige como un recordatorio de que es posible crear entretenimiento de calidad. La película funciona como una máquina perfectamente engrasada donde cada elemento cumple su función específica.
Wright ha conseguido algo que parecía imposible en el Hollywood actual: una película que satisface tanto al cinéfilo exigente como al espectador que busca diversión. Es cine popular en el mejor sentido del término, donde la artesanía técnica se pone al servicio de una historia bien contada.
Esta adaptación no solo honra el material original de King, sino que lo trasciende para convertirse en una obra cinematográfica con entidad propia. Wright demuestra que el verdadero arte del cine reside en la capacidad de transformar cualquier premisa en un espejo donde reconocer nuestra propia humanidad.
«The Running Man» confirma que Edgar Wright se ha consolidado como uno de los cineastas más interesantes de su generación. Su capacidad para combinar estilo visual distintivo con narrativa sólida lo sitúa en esa estirpe de directores que comprenden la esencia del medio cinematográfico.
En tiempos donde el espectáculo suele estar reñido con la sustancia, propuestas como esta nos recuerdan por qué seguimos acudiendo a las salas oscuras. Buscamos historias que nos conmuevan y nos hagan reflexionar, algo que los maestros del pasado siempre supieron ofrecernos y que Wright recupera con maestría.

