• Ridley Scott, a los 86 años, considera que el cine actual se «ahoga en la mediocridad» y prefiere revisar su propia filmografía antes que enfrentarse a las producciones contemporáneas.
• Su diagnóstico es demoledor: apenas un 5% de las películas actuales le parecen «excelentes», criticando el abuso de efectos digitales para compensar guiones débiles.
• La sinceridad brutal del maestro británico refleja una crisis creativa que muchos cinéfilos llevamos décadas percibiendo en una industria que ha perdido el respeto por el oficio.
Cuando un titán del séptimo arte como Ridley Scott declara públicamente que prefiere ver sus propias películas antes que enfrentarse a la producción cinematográfica contemporánea, no estamos ante una simple muestra de ego desmedido. Estamos ante el diagnóstico implacable de un artesano que ha dedicado más de cuatro décadas a perfeccionar su oficio.
Las palabras del director británico, pronunciadas durante una charla en el BFI Southbank de Londres, resuenan con la autoridad de quien ha navegado por las aguas turbulentas de Hollywood desde los años setenta. Su veredicto sobre el estado actual de la industria no es solo una opinión; es el testimonio de un superviviente de una época en la que el cine aún conservaba cierta reverencia por la narrativa sólida.
Scott, a sus 86 años, no se anda con rodeos al evaluar la producción actual. Durante su intervención en el prestigioso centro londinense, el realizador de Alien y Blade Runner fue categórico: «Ahora mismo encuentro mediocridad, nos estamos ahogando en la mediocridad».
Sus cifras son demoledoras: apenas un 5% de las películas actuales le parecen «excelentes», un 10% «bastante buenas» y un 40% «no están mal». Esta evaluación adquiere un peso específico cuando proviene de quien nos regaló la tensión claustrofóbica de la Nostromo o la melancolía futurista de Los Ángeles en 2019.
El diagnóstico del maestro británico apunta directamente a uno de los males endémicos del cine contemporáneo: la dependencia excesiva de los efectos digitales como muleta narrativa. «Creo que muchas películas de hoy se salvan y se encarecen con efectos digitales, porque lo que no tienen es algo grandioso primero en el papel», sentencia Scott.
Esta reflexión me transporta inevitablemente a los años cuarenta, esa década que Scott menciona como referente de calidad consistente. Entonces, cineastas como Billy Wilder o John Huston dependían exclusivamente de la solidez de sus guiones y la precisión de sus encuadres. No existían atajos digitales; cada plano debía justificar su existencia.
Recuerdo vívidamente la primera vez que vi Blade Runner en una sala de cine a finales de los ochenta. Cada imagen de esa Los Ángeles distópica había sido construida con maquetas, humo y una iluminación milimétrica. La lluvia que empapaba las calles era real, como real era el vapor que emanaba de las alcantarillas. Scott entendía entonces que la verosimilitud emocional nace de la artesanía, no de los algoritmos.
La honestidad brutal de Scott se extiende incluso a su propia relación con el medio: «La cantidad de películas que se hacen hoy… la mayoría es una mierda». Esta franqueza revela la frustración de un artista que ha visto cómo la industria ha privilegiado la espectacularidad vacía sobre la sustancia dramática.
Sin embargo, Scott no se limita a la crítica destructiva. A pesar de su desencanto, mantiene una actividad creativa envidiable. Su próxima Gladiator II promete recuperar la grandeza épica que caracterizó a la original, mientras prepara proyectos tan diversos como una biografía de los Bee Gees.
Esta productividad incansable demuestra que su crítica no nace del desánimo, sino de la exigencia. Scott entiende que el cine, como cualquier forma artística elevada, requiere de una disciplina que parece haberse diluido en la era de la producción masiva y los algoritmos de streaming.
La preferencia declarada del director por revisar su propia filmografía no es narcisismo, sino coherencia estética. Cuando uno ha participado en la creación de obras que han redefinido géneros enteros, resulta comprensible que encuentre más estímulo intelectual en El duelo o Thelma y Louise que en la enésima secuela diseñada por comité.
Pienso en aquella secuencia de Alien donde el monstruo emerge del pecho de Kane. Scott rodó la reacción genuina de sorpresa de los actores porque solo John Hurt conocía el momento exacto de la explosión. Esa búsqueda de la autenticidad, esa obsesión por el detalle, es lo que separa el cine de la mera industria del entretenimiento.
Las palabras de Ridley Scott trascienden la simple queja generacional para convertirse en un manifiesto involuntario sobre la responsabilidad artística en el cine. Su llamada de atención debería resonar no solo en los despachos de los ejecutivos de Hollywood, sino en la conciencia de todo aquel que entiende el séptimo arte como algo más que entretenimiento de masas.
Quizás sea momento de que la industria escuche a sus maestros antes de que sea demasiado tarde. Porque cuando un gigante como Scott prefiere la soledad de su filmoteca personal a la compañía de las novedades cinematográficas, algo fundamental se ha roto en el corazón mismo del cine.