• Netflix ha producido más de 3.700 obras originales desde 2015, creando un catálogo tan vasto que paradójicamente dificulta el descubrimiento de auténticas joyas cinematográficas.
• La democratización del acceso al cine ha generado una nueva forma de ceguera selectiva donde los algoritmos sustituyen al criterio cinéfilo genuino.
• Urge rescatar del limbo digital aquellas películas menores que, sin grandes presupuestos, poseen el verdadero mérito cinematográfico que los maestros del séptimo arte siempre defendieron.
Cuando los hermanos Lumière proyectaron «La llegada del tren a la estación de Ciotat» jamás imaginaron que llegaría el día en que tendríamos acceso instantáneo a miles de películas desde nuestros hogares. Sin embargo, esta democratización ha traído consigo una paradoja inquietante: la abundancia se ha convertido en enemiga de la contemplación.
Netflix, ese leviatán del entretenimiento digital, nos ofrece un banquete cinematográfico tan vasto que corremos el riesgo de morir de inanición artística por pura indecisión.
Como cinéfilo que ha navegado durante décadas por los meandros del séptimo arte, desde las salas de repertorio hasta las plataformas digitales, he observado con preocupación cómo las joyas menores quedan sepultadas bajo el peso de las superproducciones y los algoritmos.
Es precisamente en estos rincones olvidados donde a menudo reside la verdadera esencia cinematográfica. Esa que no necesita de efectos especiales millonarios ni de rostros famosos para conmover al espectador, como bien sabían Bresson en «Pickpocket» o De Sica en «Ladrón de bicicletas».
El corpus abrumador de Netflix
La plataforma ha generado, desde 2015, más de 3.700 producciones originales entre películas y series. Esta cifra, que podría parecer motivo de celebración para cualquier amante del cine, esconde una realidad más compleja.
Como señala acertadamente el crítico Matt Singer, «a veces la comodidad y el acceso del streaming pueden resultar un poco abrumadores». Esta observación refleja una transformación fundamental en nuestra relación con el cine.
En mis años de formación, cuando frecuentaba las cinematecas y devoraba los catálogos de Cahiers du Cinéma, el descubrimiento cinematográfico requería esfuerzo, dedicación y, a menudo, una buena dosis de serendipia.
Hoy, paradójicamente, esa facilidad de acceso ha creado una nueva forma de ceguera selectiva. Nos dejamos guiar por los algoritmos, por las listas de «lo más visto» o por las campañas publicitarias más agresivas.
La arqueología digital del buen cine
El fenómeno que describe Singer es especialmente revelador: «A veces encuentras una pequeña película encantadora en Netflix que parece que nadie más en la Tierra ha visto antes».
Esta experiencia nos habla de la naturaleza esquiva de la calidad cinematográfica en la era digital. Las obras menores, aquellas que no cuentan con el respaldo de grandes estudios, quedan relegadas a un limbo digital donde solo los más persistentes logran encontrarlas.
Recuerdo vívidamente el momento en que descubrí «The Apartment» de Billy Wilder en una pequeña sala de Madrid a finales de los ochenta. Esa sensación de hallazgo, de comunión íntima con una obra maestra, se ha vuelto extrañamente más difícil en la era de la abundancia.
La propuesta de rescatar películas olvidadas del catálogo de Netflix no es meramente un ejercicio de curaduría; es un acto de resistencia cultural.
Contra la tiranía del algoritmo
En una época donde el ruido mediático amenaza con ahogar las voces más sutiles, la labor del crítico adquiere una dimensión casi arqueológica. Debemos excavar entre los sedimentos digitales para desenterrar aquellas obras que logran tocar las fibras más profundas del alma humana.
Esta búsqueda me recuerda a los primeros años de la Nouvelle Vague, cuando Truffaut y Godard reivindicaban a directores estadounidenses que Hollywood había relegado al olvido.
Hoy, la tarea es similar pero el contexto ha cambiado: no se trata ya de rescatar del olvido temporal, sino de la invisibilidad algorítmica.
La democratización del acceso al cine que prometen las plataformas digitales solo será real cuando aprendamos a navegar más allá de las recomendaciones automatizadas. El verdadero cinéfilo debe convertirse en un explorador, en un buscador de tesoros dispuesto a adentrarse en territorios inexplorados del catálogo.
El discernimiento como revolución
Como decía Orson Welles, «un filme se juzga por la sinceridad de su propósito y por la calidad de su ejecución». En el vasto océano de Netflix, estas cualidades no siempre flotan en la superficie.
A menudo yacen en las profundidades, esperando a que alguien tenga la paciencia y la sabiduría de bucear hasta encontrarlas. Como aquel plano secuencia de «Sed de mal» que Welles rodó en una sola toma, desafiando las convenciones de su época.
La verdadera revolución cinematográfica de nuestro tiempo no reside en la cantidad de contenido disponible, sino en nuestra capacidad para discernir, entre tanta abundancia, aquello que verdaderamente merece nuestra atención.
Porque al final, como bien sabían los maestros del cine clásico, no se trata de ver más películas, sino de ver las películas correctas. Y en esa búsqueda, cada descubrimiento se convierte en una pequeña victoria contra la tiranía del algoritmo y la mediocridad programada.