• El director Joseph Kosinski confirma conversaciones preliminares sobre una secuela de la exitosa película de F1 protagonizada por Brad Pitt, que recaudó 631 millones de dólares mundialmente.
• La industria cinematográfica vuelve a demostrar que el éxito comercial inmediato puede eclipsar la reflexión artística, priorizando la expansión de franquicias sobre la exploración de nuevas narrativas.
• Apple y Warner Bros ven en esta continuación una oportunidad dorada para capitalizar un universo que, paradójicamente, podría perder su esencia al convertirse en producto de consumo masivo.
Hay algo fascinante en cómo Hollywood convierte cada éxito en una promesa de eternidad. Como si cada historia que conecta con el público fuese el primer capítulo de una saga infinita. La película de F1 de Brad Pitt no ha terminado de asentarse en nuestras retinas y ya estamos hablando de su secuela.
Es el mismo patrón que vemos en la ciencia ficción: desde que Star Wars demostró que los universos podían expandirse infinitamente, cada éxito se convierte en semilla de franquicia. El arte se transforma en algoritmo, la narrativa en fórmula.
El éxito que genera su propia prisión
Joseph Kosinski ha confirmado a Variety que tanto él como su equipo están «en esa fase de imaginar cuál sería el siguiente capítulo para Sonny Hayes y para Apex GP». Es una declaración que suena a inevitabilidad más que a inspiración.
La película, con Brad Pitt como veterano piloto y Damson Idris como novato, ha demostrado que el público tiene hambre de historias que combinen espectáculo visual con drama humano. 631 millones de dólares en taquilla mundial no mienten.
Pero aquí surge la pregunta que me ronda desde que vi Blade Runner 2049: ¿cuándo una secuela es necesaria y cuándo es simplemente inevitable? Kosinski reconoce que «basándose en la reacción mundial, es algo que la gente quiere ver». La demanda del público se convierte en justificación creativa.
Me recuerda a cómo Denis Villeneuve abordó Dune: sabiendo que el éxito de la primera parte determinaría la existencia de la segunda. La diferencia es que Dune tenía una narrativa que pedía continuación; aquí, la continuación busca una narrativa que la justifique.
La paradoja del éxito comercial
Lo que me resulta más intrigante es cómo el propio éxito se convierte en el mayor desafío. Con un coste de producción entre 250 y 300 millones de dólares, la secuela no solo debe existir, sino justificar económicamente su existencia.
Es la misma tensión que vemos en nuestras sociedades hiperconectadas: el éxito genera expectativas, y las expectativas generan presión. La creatividad debe servir a la rentabilidad, y la rentabilidad debe alimentar más creatividad.
Apple Original Films y Warner Bros entienden que las secuelas tienen una ventaja inherente: llegan con una audiencia conquistada, con personajes que han demostrado su capacidad de conectar emocionalmente. Es la lógica de los universos expandidos que la ciencia ficción perfeccionó.
El tiempo como enemigo y aliado
Kosinski tiene otros compromisos que complican el panorama: Miami Vice y una posible participación en Top Gun 3. Es curioso cómo el éxito de un director se convierte en obstáculo para continuar ese mismo éxito.
Me recuerda a esos momentos en Her cuando Theodore se da cuenta de que el amor puede convertirse en una limitación. El éxito creativo genera oportunidades, pero también fragmenta la atención y diluye el foco.
La pregunta no es si habrá secuela —la respuesta parece inevitable— sino cuándo y cómo se materializará. Y, más importante, si logrará mantener esa chispa que hizo especial a la original.
La franquicia como espejo social
Lo que realmente me fascina es cómo este proceso refleja nuestra relación contemporánea con las narrativas. Vivimos en una época donde queremos que nuestras historias favoritas se conviertan en universos habitables, en mundos a los que regresar una y otra vez.
Es la misma lógica que impulsa las series de larga duración, los videojuegos como servicio, las redes sociales como narrativas infinitas de nuestras propias vidas. No queremos que las cosas terminen; queremos que evolucionen, que crezcan, que se expandan.
La película de F1 se convierte así en algo más que entretenimiento: es un experimento sobre nuestra capacidad de mantener el interés, de encontrar nuevas capas en territorios ya explorados.
Quizás la verdadera pregunta no sea si esta secuela debería existir, sino qué nos dice sobre nosotros el hecho de que la deseemos tanto. En un mundo donde todo parece efímero, buscamos desesperadamente continuidad.
Al final, cada secuela es una apuesta: apostar a que podemos regresar al mismo lugar y encontrar algo nuevo. Algunas veces funciona, como en Blade Runner 2049. Otras, nos quedamos con la sensación de haber visitado un museo de nosotros mismos.
El tiempo dirá en qué categoría caerá esta continuación de F1, pero mientras tanto, seguiremos soñando con regresar a esas pistas donde la velocidad, al final, siempre es una metáfora de algo más profundo.

