• La adaptación de «The Long Walk» de Stephen King presenta dos finales radicalmente opuestos que definen el destino moral del protagonista superviviente.
• El desenlace teatral, más brutal pero coherente, supera al alternativo por su honestidad cinematográfica ante la corrupción del alma humana.
• Esta dualidad plantea una reflexión esencial sobre la integridad artística frente a las concesiones comerciales en el cine contemporáneo.
En mis cuatro décadas escribiendo sobre cine, pocas veces he presenciado una dicotomía tan reveladora como la que presenta la edición doméstica de «The Long Walk». Esta adaptación de la obra que Stephen King firmó como Richard Bachman nos regala algo que todo crítico valora: la oportunidad de contemplar las decisiones creativas que no llegaron a las salas.
Me recuerda a aquellas tardes de los noventa en los foros de cinéfilos, debatiendo sobre las escenas eliminadas de «2001: Una Odisea del Espacio» que Kubrick guardó celosamente. Estos finales alternativos revelan las dudas que atormentan a los realizadores cuando se enfrentan a material tan complejo.
El dilema de Peter McVries
En ambas versiones, Ray Garraty —nuestro protagonista inicial— encuentra la muerte. Peter McVries emerge como único superviviente de esta marcha hacia el infierno.
Aquí es donde las versiones divergen fundamentalmente. Nos ofrecen dos visiones completamente distintas sobre qué ocurre cuando un alma noble es corrompida por un sistema despiadado.
El final teatral presenta a Peter asesinando al Mayor responsable de la competición tras sobrevivir al horror. Es venganza pura, visceral, que surge de las entrañas de un joven que ha perdido toda esperanza.
Reconozco aquí ecos de la violencia catártica que Peckinpah dominaba magistralmente. Esa explosión inevitable cuando la presión psicológica alcanza su punto de ruptura.
La clemencia como alternativa narrativa
El final alternativo muestra a Peter eligiendo la clemencia. En lugar de empuñar el arma contra su torturador, canaliza su dolor hacia la redención.
Años después, envía anónimamente sobres con dinero a las familias de sus compañeros caídos. Incluso un rosario para una de ellas. Es un gesto hermoso que habla de la resistencia del espíritu humano ante la barbarie.
Esta versión me recuerda a esos finales que los estudios imponían en los años cuarenta. Cuando el Código Hays exigía que la virtud triunfase sobre el vicio.
Hay algo noble en esta resolución. Pero también algo profundamente artificial que traiciona la premisa fundamental de la obra.
La verdad incómoda del cine honesto
Como espectador que ha presenciado la evolución del cine durante décadas, debo confesar que el final teatral posee una verdad incómoda. Una verdad que el alternativo no logra alcanzar.
Peter mata no por deseo, sino porque el mundo construido a su alrededor ha eliminado cualquier otro sendero posible. Es la pregunta que Bergman se hacía en sus obras más oscuras: ¿qué ocurre cuando una persona gentil es quebrada por un mundo violento?
La respuesta del final teatral es devastadora pero honesta: se convierte en aquello que más odiaba. Es la misma transformación que vemos en «El corazón de las tinieblas» de Conrad.
Esa inevitable corrupción del alma cuando se enfrenta a la barbarie absoluta.
Construcción dramática y técnica cinematográfica
El final alternativo comete el error de sugerir que es posible atravesar semejante infierno y emerger con la bondad intacta. Es una mentira piadosa que resta poder a la premisa central de King.
Desde una perspectiva puramente cinematográfica, el final teatral resulta superior en términos de construcción dramática. La violencia final de Peter funciona como el último acorde disonante de una sinfonía que ha estado construyendo tensión durante toda su duración.
Es el equivalente visual a esos primeros planos devastadores con los que Hitchcock cerraba sus thrillers más perturbadores. Pienso en el rostro de Janet Leigh en «Psicosis» o la mirada final de James Stewart en «Vértigo».
El final alternativo carece de esa fuerza visceral que el cine puede ofrecer cuando abraza completamente sus posibilidades expresivas. Es como si Kurosawa hubiese decidido que los samuráis de «Ran» encontrasen la paz en lugar de la destrucción.
Técnicamente posible, pero temáticamente traicionero.
El diálogo eterno del cine consigo mismo
La existencia de estos dos finales nos recuerda que el cine, como arte, está en constante diálogo consigo mismo. Cada decisión creativa es una puerta que se abre mientras otra se cierra.
Rara vez tenemos la oportunidad de contemplar ambos caminos con la perspectiva que ofrece el tiempo.
En mis años escribiendo críticas, he visto cómo la industria oscila entre la valentía artística y las concesiones comerciales. «The Long Walk» nos ofrece una lección valiosa sobre la integridad artística.
A veces, la verdad más dura es también la más necesaria. El cine, cuando es honesto consigo mismo, debe tener el valor de mirar directamente al abismo.
Incluso cuando éste nos devuelve la mirada.
El final teatral, con toda su brutalidad, honra esa tradición de valentía cinematográfica que distingue al arte verdadero del mero entretenimiento. Es la diferencia entre un Tarkovsky y un blockbuster de temporada.
Entre la profundidad y la superficie.

