• Black Phone 2 naufraga estrepitosamente al intentar emular la atmósfera inquietante de su predecesora, refugiándose en los clichés más gastados del terror ochentero.
• Esta secuela innecesaria demuestra cómo la industria cinematográfica actual sacrifica la integridad artística en el altar del beneficio comercial inmediato.
• Ni el regreso de Ethan Hawke como el Grabber logra compensar un guión plagado de diálogos expositivos que insultan la inteligencia del espectador.
En mis cuatro décadas como observador del panorama cinematográfico, pocas cosas me resultan tan descorazonadoras como presenciar cómo una obra que prometía cierta dignidad artística se convierte en pasto de la maquinaria comercial más despiadada. The Black Phone, estrenada en 2021, logró capturar algo genuino dentro del género de terror: una atmósfera inquietante que evocaba los mejores momentos del cine de suspense de los años setenta.
Aquella película poseía ecos de la tensión psicológica que maestros como Don Siegel sabían construir con precisión quirúrgica en obras como La invasión de los ladrones de cuerpos. Había en ella un respeto por el tempo narrativo que recordaba a los grandes del género.
Sin embargo, como suele ocurrir en esta industria obsesionada con explotar hasta la última gota de cualquier éxito modesto, ha llegado Black Phone 2 para recordarnos por qué ciertos relatos funcionan mejor como piezas únicas, completas en sí mismas.
La secuela, dirigida nuevamente por Scott Derrickson, nos transporta a principios de los años ochenta. Seguimos a Finney y su hermana Gwen tras su traumático encuentro con el Grabber. Esta vez, la acción se traslada a un campamento cristiano para jóvenes en las Montañas Rocosas.
Un escenario que, sobre el papel, prometía posibilidades narrativas interesantes.
Un retorno fantasmal que decepciona
La premisa inicial no carece de cierto atractivo: los hermanos protagonistas se ven envueltos en la investigación de una historia siniestra conectada con su propia familia. El filme mantiene el elemento distintivo de la franquicia: el uso de tecnología de comunicación obsoleta.
En este caso, teléfonos de monedas como conducto para la comunicación sobrenatural.
Ethan Hawke regresa en el papel del Grabber, ahora convertido en una entidad espectral que acecha los sueños de los protagonistas. Su presencia, que en la primera entrega resultaba genuinamente perturbadora, aquí se diluye en una serie de apariciones mecánicas.
Apariciones que carecen por completo de la tensión psicológica necesaria.
El problema fundamental radica en que Derrickson parece haber confundido la nostalgia con la creatividad. La película se esfuerza desesperadamente por evocar clásicos como Pesadilla en Elm Street de Wes Craven.
Pero lo hace de manera tan literal y carente de subtileza que el resultado final se antoja más bien una parodia involuntaria.
Recuerdo vívidamente aquella secuencia en la película de Craven donde Nancy se queda dormida en la bañera y la garra de Freddy emerge entre sus piernas. Un momento de terror puro que funcionaba porque Craven entendía el poder de la sugerencia.
Black Phone 2, por el contrario, nos bombardea con imágenes explícitas que carecen de cualquier sutileza.
La trampa de la nostalgia manufacturada
Donde Craven lograba crear una mitología onírica genuinamente inquietante, esta secuela se limita a reproducir los tropos más evidentes del terror ochentero. La estética nostálgica, que podría haber funcionado como elemento atmosférico, se convierte en muleta narrativa.
Una muleta que evidencia la falta absoluta de ideas originales.
El guión, lastrado por diálogos expositivos interminables, desperdicia las posibilidades dramáticas que ofrecía el trauma de los protagonistas. En lugar de explorar las secuelas psicológicas del horror vivido, la película opta por el camino más fácil.
La repetición mecánica de sustos predecibles.
Hitchcock sabía que el verdadero suspense reside en lo que no se muestra. Pensemos en aquella magistral secuencia de la ducha en Psicosis: el maestro del suspense nos hace creer que vemos mucho más de lo que realmente muestra.
Black Phone 2 comete el error opuesto: nos muestra todo y no nos sugiere nada.
Los jóvenes intérpretes cumplen con su cometido de manera correcta, pero se ven limitados por un material que no les permite desarrollar verdaderos arcos dramáticos. Sus personajes funcionan más como peones en un tablero narrativo que como seres humanos creíbles.
El arte perdido del suspense cinematográfico
Resulta especialmente frustrante observar cómo la película desaprovecha su localización. El campamento cristiano en las montañas ofrecía un marco perfecto para explorar temas de fe, culpa y redención.
Elementos que han dado lugar a algunas de las mejores obras del género.
Pensemos en El exorcista de William Friedkin o en La semilla del diablo de Roman Polanski. Ambas utilizaban el contexto religioso no como decorado, sino como parte integral de su estructura temática.
Friedkin entendía que el horror más efectivo surge del conflicto entre fe y duda. Aquella secuencia donde el padre Karras cuestiona su vocación mientras su madre agoniza es más aterradora que cualquier efecto especial.
Black Phone 2, por el contrario, utiliza el entorno religioso como mero atrezzo. Sin profundizar en las posibilidades dramáticas que este marco conceptual podría haber proporcionado.
La película se vuelve repetitiva y predecible, cayendo en esa trampa tan común del terror contemporáneo: confundir el ruido con la tensión, el sobresalto con el miedo genuino.
La mediocridad como estrategia comercial
La expansión del trasfondo del Grabber, que sobre el papel parecía una decisión acertada, resulta igualmente decepcionante. En lugar de añadir capas de complejidad al personaje, las revelaciones sobre su pasado lo despojan del misterio.
Un misterio que lo hacía efectivo en la primera entrega.
Lo más desalentador de Black Phone 2 no es tanto su mediocridad —el cine comercial nos tiene acostumbrados a ella— sino su falta absoluta de ambición artística. La película parece diseñada por algoritmos.
Calculada para satisfacer las expectativas más básicas del público sin arriesgar absolutamente nada.
En una época en la que el género de terror está experimentando un renacimiento creativo —pensemos en obras como Hereditary de Ari Aster o La bruja de Robert Eggers— resulta particularmente decepcionante encontrarse con productos tan carentes de personalidad.
Aster entiende que el horror más efectivo surge de la desintegración familiar. Aquella secuencia en Hereditary donde la madre descubre el cuerpo decapitado de su hija es devastadora porque está construida sobre una base emocional sólida.
Black Phone 2 carece por completo de esa base emocional.
Un epitafio para las buenas intenciones
La secuela demuestra, una vez más, que el éxito comercial y la calidad artística no siempre van de la mano. Donde la primera entrega lograba crear una atmósfera genuinamente inquietante, esta continuación se limita a reproducir fórmulas gastadas.
Sin aportar nada nuevo al conjunto.
Como espectador que ha presenciado la evolución del género durante décadas, no puedo sino lamentar que una premisa con tanto potencial haya quedado reducida a un ejercicio de mediocridad calculada.
Black Phone 2 se erige como un recordatorio melancólico de lo que pudo haber sido y no fue. En su empeño por capitalizar el éxito de su predecesora, la película olvida que el verdadero terror no reside en los sustos mecánicos.
Ni en la nostalgia manufacturada, sino en esa capacidad única del cine para hurgar en nuestros miedos más profundos y genuinos.
Al final, esta secuela nos deja con la sensación amarga de haber perdido el tiempo en compañía de personajes que merecían una historia mejor. En el panteón del terror cinematográfico, Black Phone 2 ocupará un lugar junto a esas continuaciones innecesarias.
Continuaciones que solo sirven para recordarnos por qué ciertos relatos funcionan mejor cuando se les permite morir con dignidad.