• Josh Safdie ha llevado el método interpretativo a un extremo físico en Marty Supreme, obligando a Timothée Chalamet a usar lentillas de +10 dioptrías con gafas de -10 para que literalmente no pudiera ver sin ellas.
• El compromiso de Chalamet con el personaje demuestra que aún quedan actores dispuestos a sacrificarse por la autenticidad, algo que recuerda a los grandes del método como De Niro o Brando.
• La película recupera el Nueva York de 1952 y el mundo del tenis de mesa profesional, con un elenco que incluye a Gwyneth Paltrow y Fran Drescher.
Hay algo profundamente reconfortante en saber que todavía existen directores dispuestos a exigir lo imposible por una película. En una época donde la pantalla verde y los efectos digitales han convertido el rodaje en un ejercicio de imaginación diferida, Josh Safdie ha decidido que su protagonista debe experimentar físicamente la ceguera de su personaje.
No mediante trucos de cámara ni interpretación sugerida, sino a través de un sistema óptico tan extremo que roza lo absurdo: lentillas de +10 dioptrías combinadas con gafas de -10. El resultado es que cuando las gafas caen, Timothée Chalamet realmente no ve nada.
Esto no es dirección; es obsesión. Y en el mejor de los sentidos.
Me viene a la memoria aquella anécdota de Hitchcock obligando a Tippi Hedren a soportar pájaros reales durante días en Los pájaros, o Kubrick repitiendo la escena del hacha en El resplandor hasta la extenuación.
No defiendo el sadismo, pero sí la búsqueda de una verdad cinematográfica que trascienda la mera representación. Safdie parece haber comprendido algo esencial: que la incomodidad del actor puede traducirse en autenticidad en pantalla.
La película nos sitúa en el Nueva York de 1952, en el Lower East Side, ese crisol de ambiciones rotas y sueños imposibles que el cine clásico supo retratar con tanta maestría. Marty es un joven buscavidas que cree haber encontrado su salvación en el tenis de mesa, un deporte que en aquella época gozaba de un estatus casi mítico en ciertos círculos.
Safdie, que ha dedicado más de seis años a escribir este proyecto, parece haber estudiado con rigor la época y sus códigos visuales.
Lo primero que llama la atención es el nivel de compromiso físico que Safdie ha exigido a su protagonista. Chalamet no solo tuvo que aprender a jugar al tenis de mesa durante años, sino que aceptó someterse a un sistema óptico que le provocaba mareos y la sensación de estar «dentro de una pecera».
Cuando Safdie le explicó el plan de las lentillas y las gafas, la respuesta de Chalamet fue inmediata: «Haré cualquier cosa que me pidas». Esa disposición, esa entrega casi religiosa al oficio, es lo que separa a los actores de los intérpretes.
Pero la transformación no se detuvo ahí. El artista de efectos protésicos Michael Fontaine trabajó el rostro de Chalamet aplicándole marcas de viruela, pecas y pequeñas cicatrices que sugieren una vida de peleas callejeras y supervivencia.
El resultado fue tan convincente que Gwyneth Paltrow, su compañera de reparto, creyó inicialmente que las marcas eran reales. Este tipo de detalles, aparentemente menores, son los que construyen la credibilidad de un personaje.
Las secuencias de tenis de mesa presentaban un desafío adicional. Chalamet se enfrentaba en pantalla a Koto Kawaguchi, campeona profesional de este deporte. La presión, según el propio actor, era «enorme». No se trataba solo de actuar, sino de hacerlo frente a una atleta de élite.
Este tipo de hibridación entre realidad y ficción me recuerda inevitablemente a Toro salvaje de Scorsese, donde De Niro no solo aprendió a boxear, sino que se sometió a una transformación física brutal para encarnar las distintas etapas de Jake LaMotta. Hay algo en la representación del deporte en el cine que exige una verdad corporal que no admite atajos.
El elenco que rodea a Chalamet es ecléctico, casi caprichoso: Fran Drescher, Tyler the Creator, Kevin O’Leary y Gwyneth Paltrow conforman un conjunto de nombres que sobre el papel parecen inconexos, pero que en manos de un director con visión pueden generar una química inesperada.
Lo que más me interesa de Marty Supreme, más allá de las anécdotas de rodaje y los métodos extremos, es la pregunta que plantea sobre los límites de la interpretación. ¿Hasta dónde debe llegar un actor para servir a la historia?
No tengo una respuesta definitiva, pero sí una convicción: el cine que perdura es aquel que se toma en serio a sí mismo, que no escatima en esfuerzo ni en rigor.
Safdie ha construido con Marty Supreme una película que parece pertenecer a otra época, no solo por su ambientación en los años cincuenta, sino por su ética de producción. En un momento en que el cine mainstream se ha rendido a la comodidad digital, resulta casi subversivo encontrar un proyecto que exige tanto de sus intérpretes.
Si el cine es, como siempre he defendido, un arte de la mirada y del cuerpo, entonces Marty Supreme es una reivindicación de ambos. Safdie no se conforma con filmar una historia; quiere que la sintamos en la retina, en el estómago, en la incomodidad de no saber si lo que vemos es actuación o realidad.
Y esa ambigüedad, esa zona gris entre la verdad y la ficción, es donde reside la grandeza del cine.

