• Robert Redford, leyenda del cine estadounidense y fundador de Sundance, ha fallecido a los 87 años dejando un legado irrepetible.
• Su carrera abarcó desde el glamour clásico de Hollywood hasta la revolución del cine independiente y el activismo político.
• El séptimo arte pierde a uno de sus grandes maestros, pero su influencia sigue viva en cada festival, película y generación de cineastas.
Hay actores que definen una época, y luego están aquellos que la trascienden para convertirse en arquitectos del propio medio cinematográfico. Robert Redford pertenece a esta segunda categoría, esa estirpe de artistas que no se conforman con brillar ante las cámaras.
Comprenden el cine como un vehículo de transformación cultural. Su figura nos deja reflexionar sobre una de las últimas personalidades que encarnaba tanto el glamour clásico de Hollywood como la rebeldía intelectual del cine de autor.
Durante décadas, Redford ha sido mucho más que una cara bonita en la pantalla grande. Ha sido un visionario que supo leer los tiempos, anticiparse a los cambios y, sobre todo, crear las estructuras necesarias para que el cine independiente encontrase su lugar en un ecosistema dominado por los grandes estudios.
El galán que nunca se conformó con serlo
Robert Redford llegó al estrellato en una época en la que Hollywood aún creía en sus propios mitos. Los años setenta fueron testigos de su ascensión meteórica, pero también de algo mucho más interesante: su negativa a quedarse encasillado en el papel de galán romántico.
Películas como «Dos hombres y un destino» le otorgaron el reconocimiento masivo. Pero fue en «Todos los hombres del presidente» donde Redford demostró su verdadera estatura como intérprete.
Su Bob Woodward no era el héroe tradicional de Hollywood, sino un periodista meticuloso, casi obsesivo. Su determinación por desentrañar la verdad se convertía en el verdadero motor dramático de la película.
Recuerdo vívidamente aquella secuencia en la que Woodward y Bernstein trabajan hasta altas horas en la redacción del Washington Post. La cámara de Alan J. Pakula captura la tensión silenciosa, el peso de la responsabilidad que recae sobre estos dos hombres.
Redford, con su presencia contenida pero magnética, encarna la figura del periodista como último bastión de la democracia. Una interpretación de una sobriedad ejemplar.
Esta capacidad para elegir proyectos que trascendían el mero entretenimiento se convertiría en una constante de su carrera. «El candidato», «Tal como éramos» o «Los tres días del cóndor» no eran simplemente vehículos para lucir su indudable carisma.
Eran reflexiones sobre el poder, la memoria y la paranoia que definían la América post-Watergate. Cine con mayúsculas, como debe ser.
El director que encontró su voz
Si hay algo que distingue a Redford de sus contemporáneos es su transición natural hacia la dirección. «Gente corriente», su ópera prima tras las cámaras, no fue un capricho de estrella mimada.
Fue la obra de alguien que había comprendido profundamente los mecanismos del lenguaje cinematográfico. La película, que le valió el Oscar al mejor director, es un ejercicio de contención y precisión narrativa.
Habría hecho las delicias de maestros como William Wyler. Redford demostró que había aprendido no solo de sus directores, sino también de la tradición cinematográfica estadounidense más noble.
Su enfoque como realizador siempre privilegió la honestidad emocional por encima de los artificios técnicos. En «El río de la vida», por ejemplo, cada plano respiraba autenticidad, cada diálogo sonaba verdadero.
Era cine sin pretensiones, pero con una profundidad que muchas producciones más ambiciosas no lograban alcanzar. La sencillez como máxima expresión de la maestría.
Sundance: la revolución silenciosa
El legado más duradero de Redford no se encuentra en sus interpretaciones ni en sus películas como director. Se halla en su visión como impulsor del cine independiente.
La creación del Instituto Sundance en 1981 fue, sin exageración, uno de los acontecimientos más importantes de la historia del cine estadounidense contemporáneo.
Cuando Redford fundó Sundance, el panorama cinematográfico estaba dominado por los grandes estudios y sus fórmulas comerciales. El cine de autor parecía condenado a los márgenes.
Sundance cambió esas reglas para siempre. De repente, cineastas como Steven Soderbergh, Quentin Tarantino, Kevin Smith o los hermanos Coen encontraron una plataforma desde la cual mostrar sus obras al mundo.
El festival se convirtió en el epicentro de una revolución silenciosa. Devolvió al cine estadounidense parte de su alma perdida.
La genialidad de Redford consistió en comprender que el cine independiente no necesitaba caridad, sino oportunidades. Sundance no era un refugio para inadaptados, sino un laboratorio donde se gestaba el futuro del medio cinematográfico.
El activista tras la cámara
Redford nunca ocultó sus convicciones políticas, pero supo canalizarlas a través de su trabajo sin caer en el panfleto. Sus películas abordaban temas controvertidos con la sutileza de quien comprende que el cine funciona mejor cuando sugiere que cuando grita.
«Todos los hombres del presidente» no era solo un thriller político, sino una reflexión sobre el papel del periodismo en una democracia. «El candidato» no se limitaba a criticar el sistema electoral.
Exploraba las contradicciones inherentes a cualquier proceso democrático. Esta capacidad para abordar temas complejos sin simplificarlos es una de las características más admirables del trabajo de Redford.
En una época en la que el cine político tiende hacia la caricatura, sus películas mantienen una complejidad moral que las hace perdurar en el tiempo.
Los últimos años: la dignidad del veterano
Los últimos años de la carrera de Redford han estado marcados por una sabia selección de proyectos. Su aparición en «Vengadores: Endgame» podría haber parecido un capricho comercial.
Pero el veterano actor supo dotar a su personaje de la gravedad necesaria para no desentonar en el universo Marvel. Una lección de profesionalidad.
«A solas en el mar», su última película como protagonista, fue una despedida digna de su trayectoria. Solo en el mar, enfrentándose a los elementos, Redford ofrecía una lección magistral de interpretación sin palabras.
Era el cine en su estado más puro: un hombre, una situación límite y la cámara como testigo silencioso. Magistral en su sencillez.
Un legado imperecedero
La figura de Robert Redford representa el final de una era, pero también el comienzo de una reflexión necesaria sobre su legado. En un momento en el que Hollywood parece obsesionado con las franquicias y los efectos digitales, Redford nos recuerda algo fundamental.
El cine, en su esencia, sigue siendo un arte de historias humanas contadas con honestidad y pasión.
Su influencia se extiende mucho más allá de sus películas. Cada cineasta independiente que encuentra financiación para su proyecto, cada festival que apuesta por propuestas arriesgadas, está beneficiándose del trabajo pionero de Redford.
El cine estadounidense le debe mucho a este hombre que nunca se conformó con ser simplemente una estrella. Redford comprendió que el verdadero poder en Hollywood no reside en la fama.
Reside en la capacidad de crear oportunidades para otros. Su ejemplo es imposible de ignorar.
En una industria que a menudo confunde el ruido con la relevancia, Robert Redford ha demostrado que la verdadera grandeza cinematográfica se construye con paciencia, visión y compromiso inquebrantable hacia la excelencia artística.
Su legado seguirá inspirando a futuras generaciones de cineastas que, como él, creen en el poder transformador del séptimo arte. Un maestro en toda regla.

