• Channing Tatum rechazó interpretar a la Bestia en la adaptación de «La Bella y la Bestia» de Guillermo del Toro por circunstancias personales y un guión incompleto.
• Esta decisión representa una pérdida irreparable para el cine fantástico, privándonos de lo que habría sido una obra maestra del género gótico contemporáneo.
• El proyecto jamás se materializó, sumándose a la larga lista de obras del Toro que Hollywood no supo valorar en su momento.
En el panteón de los proyectos cinematográficos perdidos, pocos despiertan tanto pesar como aquellos que prometían la confluencia entre un cineasta visionario y una historia universal. Cuando Channing Tatum reveló recientemente a Vanity Fair su decisión de rechazar el papel de la Bestia en la adaptación que Guillermo del Toro preparaba del clásico cuento, no pude evitar recordar las palabras de Jean Cocteau: «El cine es escribir con luz en movimiento».
La confesión del actor estadounidense nos enfrenta a una de esas encrucijadas del destino que tanto abundan en la historia del séptimo arte. Tatum, en un momento vital complejo —recién convertido en padre y sumergido en un rodaje exigente—, declinó lo que ahora considera «uno de los mayores errores de mi carrera».
La decisión, comprensible desde lo humano, resulta devastadora desde lo artístico. Del Toro, heredero espiritual de la tradición gótica que va desde el expresionismo alemán hasta los maestros del horror universal, habría aportado a este proyecto esa capacidad única para transformar lo monstruoso en sublime.
Recordemos la «Belle et la Bête» de Cocteau (1946), donde cada encuadre respiraba poesía visual y cada gesto del monstruo destilaba humanidad. Del Toro, con su dominio de la mise-en-scène y su obsesión por los detalles artesanales, habría creado una Bestia que trascendiera el mero ejercicio de caracterización.
«Creo que Guillermo haciendo ‘La Bella y la Bestia’ habría sido la película más brutal de todos los tiempos», confesó Tatum. Esta afirmación, lejos de ser hiperbólica, refleja la comprensión del actor sobre el potencial del proyecto.
Del Toro posee esa rara virtud de los grandes cineastas: la capacidad de encontrar belleza en lo grotesco sin caer en el sentimentalismo. Su aproximación a los monstruos —desde el Fauno melancólico hasta la criatura anfibia de «La forma del agua»— siempre ha privilegiado la profundidad psicológica sobre el impacto visual.
Su Bestia habría sido un ejercicio de dirección de actores comparable a los grandes trabajos de caracterización del cine clásico. Pensemos en Lon Chaney transformándose en el Fantasma de la Ópera, o en Boris Karloff dando vida al monstruo de Frankenstein. Del Toro entiende que el maquillaje y los efectos son meros instrumentos al servicio de la interpretación.
La cancelación del proyecto ilustra una vez más la tensión perpetua entre arte y comercio que ha definido Hollywood desde sus orígenes. Los estudios, temerosos ante visiones demasiado personales, prefieren las fórmulas probadas a los riesgos creativos.
Esta actitud nos ha privado de incontables obras maestras. Recordemos los proyectos truncados de Orson Welles, las películas que Kubrick nunca pudo rodar, o las visiones de Tarkovski que Occidente tardó décadas en comprender.
Del Toro, actualmente inmerso en su nueva adaptación de «Frankenstein», representa esa estirpe de cineastas que conciben el cine como arte total. Su aproximación a los clásicos góticos no busca la mera actualización, sino la reinterpretación profunda de arquetipos universales.
La esperanza de Tatum de colaborar algún día con el cineasta mexicano mantiene viva la posibilidad de que ambos artistas salden esta deuda pendiente. Porque el cine, como toda forma de arte, se nutre tanto de los encuentros consumados como de las oportunidades perdidas.
Esta historia nos recuerda que detrás de cada película existe un universo de decisiones, circunstancias y azares que determinan su destino. Cuántas obras maestras se han perdido por un timing inadecuado, cuántos encuentros entre artistas excepcionales han quedado frustrados por las presiones externas.
La confesión de Tatum trasciende la anécdota personal para convertirse en reflexión sobre la fragilidad del proceso creativo. Nos invita a valorar esos momentos mágicos en los que las estrellas se alinean y surge una obra verdaderamente memorable.
Porque si algo nos enseña la historia del cine es que las mejores películas, a veces, son aquellas que nunca llegamos a ver, pero que permanecen para siempre en nuestra imaginación como promesas de lo que pudo haber sido extraordinario.