• Fraser y Weisz regresan para recuperar la magia perdida de La Momia original.
• El equilibrio entre aventura y corazón será clave frente al fracaso del reboot de 2017.
• Una oportunidad de oro para demostrar que el entretenimiento inteligente sigue siendo posible.
Hay noticias en Hollywood que despiertan una nostalgia inmediata, esa sensación de volver a casa después de un largo viaje. El anuncio del posible regreso de Brendan Fraser y Rachel Weisz a la saga de La Momia es una de ellas.
Como alguien que vivió la magia de aquella primera entrega de 1999 en una sala de cine —cuando las butacas aún crujían y el público reaccionaba al unísono ante cada susto—, no puedo evitar sentir una mezcla de expectación y cautela. Porque seamos honestos: después del desastroso intento de Universal por resucitar sus monstruos clásicos con aquel bodrio protagonizado por Tom Cruise en 2017, cualquier nueva aproximación a este material debe ser examinada con lupa.
La diferencia entre el cine de entretenimiento inteligente y el producto manufacturado radica en los detalles, en esa alquimia indefinible que convierte una película de aventuras en algo memorable. Y La Momia de Stephen Sommers, pese a no ser El ciudadano Kane, poseía esa magia que hoy parece extinta en los estudios.
El matrimonio como fortaleza narrativa
Si hay algo que Hollywood parece incapaz de comprender es que no todas las historias necesitan conflicto romántico para funcionar. Rick O’Connell y Evelyn Carnahan representaron en su momento algo refrescante: una pareja que se complementaba, que crecía junta y cuya relación se fortalecía con cada desafío.
La química entre Fraser y Weisz era palpable, construida sobre el respeto mutuo y la admiración. Él, el aventurero pragmático con ese aire de Errol Flynn en versión moderna; ella, la intelectual valiente que recordaba a las heroínas de Howard Hawks.
Juntos formaban un dúo que evocaba las grandes parejas del cine clásico de aventuras, esas que poblaron las películas de Gunga Din o Solo los ángeles tienen alas. Introducir ahora dramas matrimoniales artificiales sería traicionar la esencia misma de estos personajes.
Como espectador que ha revisitado estas películas en múltiples ocasiones —siempre encuentro algo nuevo en la puesta en escena de Sommers—, puedo afirmar que parte de su encanto reside precisamente en mostrar un matrimonio sólido enfrentándose a amenazas externas, no internas.
La importancia del casting en la continuidad
La sugerencia de David Corenswet para interpretar a Alex O’Connell adulto demuestra una comprensión profunda de lo que requiere esta saga. No se trata únicamente de encontrar un actor físicamente parecido a Fraser, sino de hallar a alguien capaz de encarnar esa mezcla particular de carisma, vulnerabilidad y determinación.
Corenswet, a quien hemos visto en producciones como Hollywood de Ryan Murphy, posee esa cualidad indefinible que los grandes actores de aventuras clásicas tenían: la capacidad de ser creíble tanto en los momentos de acción como en los de intimidad emocional.
Su presencia física recuerda efectivamente a Fraser, pero más importante aún, su registro interpretativo sugiere que podría manejar el tono específico que requiere esta franquicia. Ese equilibrio entre heroísmo y humanidad que caracterizó a los grandes protagonistas de la época dorada.
El regreso de los elementos esenciales
Jonathan Carnahan, interpretado por John Hannah, representaba mucho más que el alivio cómico típico. Era el corazón humano de la saga, el personaje que conectaba con las debilidades y miedos del espectador común.
Su cobardía no era despreciable sino entrañable, y sus momentos de valor resultaban por ello más conmovedores. Hannah construyó un personaje que funcionaba como contrapunto perfecto a la épica aventurera, recordándonos que el heroísmo auténtico surge de la superación del miedo, no de su ausencia.
La ausencia de este tipo de personajes en el reboot de 2017 fue sintomática de una incomprensión más profunda. El cine de aventuras necesita contrastes, necesita personajes que nos recuerden nuestra propia humanidad mientras contemplamos hazañas extraordinarias.
Imhotep: de villano a antihéroe
La propuesta de reintroducir a Arnold Vosloo como Imhotep, pero esta vez como un antihéroe que colabora con los protagonistas, demuestra una sofisticación narrativa que honra la complejidad del personaje original.
Imhotep nunca fue un villano unidimensional; era un hombre consumido por el amor y la pérdida, motivaciones que cualquier espectador podía comprender. Vosloo aportó una dignidad trágica al papel que pocos actores habrían conseguido, convirtiendo a un monstruo en una figura genuinamente patética en el sentido clásico del término.
Esta evolución del personaje permitiría explorar temas de redención y segundas oportunidades, elementos que enriquecerían la narrativa sin traicionar la esencia aventurera de la saga. Es el tipo de desarrollo que encontrábamos en los grandes melodramas de Douglas Sirk, donde los villanos poseían motivaciones comprensibles.
El equilibrio tonal como clave del éxito
Quizás el aspecto más crucial que debe preservar esta secuela es ese equilibrio tonal que hizo especiales a las películas originales. No eran comedias, pero tampoco se tomaban demasiado en serio. Sabían cuándo ser emocionantes, cuándo ser divertidas y cuándo permitir que los personajes respiraran.
Recuerdo vívidamente aquella secuencia en la biblioteca de El Cairo, donde Sommers construye la tensión mediante el montaje y la iluminación, creando atmósfera sin recurrir a efectos digitales excesivos. Era cine puro, lenguaje cinematográfico en su estado más elemental.
El fracaso del reboot de 2017 residió precisamente en su incapacidad para encontrar este equilibrio. Tom Cruise, actor indudablemente talentoso, se encontraba perdido en un material que requería una aproximación completamente diferente a la de sus habituales thrillers de acción.
La nostalgia como herramienta creativa
Existe una diferencia fundamental entre explotar la nostalgia y honrarla. La primera aproximación produce productos vacíos que se limitan a repetir fórmulas; la segunda genera obras que comprenden qué hizo especial al original y lo reinterpreta para una nueva época.
Esta secuela de La Momia tiene la oportunidad de demostrar que el cine de entretenimiento puede ser inteligente sin ser pretencioso, emocionante sin ser vacío. Los elementos están ahí: actores que comprenden a sus personajes, una mitología rica por explorar y, esperemos, un equipo creativo que entienda la diferencia entre espectáculo y ruido.
Es la diferencia entre las aventuras de Steven Spielberg —que siempre respetan la inteligencia del espectador— y los productos manufacturados que inundan las salas cada verano.
El legado de una saga
Las películas originales de La Momia ocupan un lugar particular en la historia del cine de aventuras. Llegaron en un momento en que Hollywood aún creía en la importancia de los personajes por encima de los efectos especiales, cuando las secuencias de acción servían a la narrativa y no al revés.
Revisar estas películas hoy es recordar una época en que el cine sabía ser generoso con el espectador, ofreciendo entretenimiento sin condescendencia, aventura sin cinismo. Son películas que uno puede revisitar en cualquier momento y encontrar siempre algo que disfrutar.
La responsabilidad de esta nueva entrega es considerable. No se trata únicamente de continuar una saga, sino de demostrar que ciertos valores cinematográficos siguen siendo válidos. Que el público sigue respondiendo a personajes bien construidos, a historias contadas con pasión.
Si Fraser y Weisz regresan finalmente a estos papeles, estarán asumiendo no solo la continuidad de unos personajes, sino la defensa de una forma de entender el cine de entretenimiento que cada vez resulta más escasa. Una forma que entiende que el espectáculo más grande es aquel que nace del corazón humano, no de los ordenadores.
Esperemos que esta vez, Hollywood esté a la altura de sus propias posibilidades y nos devuelva esa magia que creíamos perdida para siempre.

